
Un extraordinario tesoro en monedas de oro del grandioso Imperio de Oriente (330 a 1453), también designado como Imperio Griego o Bizantino, fue ubicado frente a los muros de la Ciudad Vieja de Jerusalén.

Ahora, un equipo arqueológico israelí ubicó unas 264 monedas, muy valiosas por cierto, con una antigüedad del orden de 1.300 años.

Dichas monedas ostentan la imagen del emperador Heraclio, monarca bizantino que gobernó entre el 610 y el 641 de nuestra era.

El equipo de arqueólogos está encabezado por Yana Tchekhanovets y Doron Ben-Ami, científicos ampliamente reconocidos en su área de especialización.
La Oficina de Antiguedades de Israel enfatiza que el invaluable "tesoro" en monedas de oro, es uno de los más grandes entre los ubicados en territorio hebreo, y sin duda, el más grande hasta el presente entre los encontrados en Jerusalén.
Hace ya más de una década habían sido halladas apenas cinco monedas, también de oro y también encontradas en dicha ciudad, y que según la datación correspondían al período "bizantino tardío".

MONEDAS CARACTERÍSTICAS

Estas piezas fueron acuñadas entre los años 610 y 613, en los albores de su gobierno, por cierto muy progresista y fecundo. Los objetos no registran marcas ni rasguños de ningún tipo, por lo cual se estima que jamás fueron usadas. En opinión de los expertos hebreos, fueron enviadas desde Constantinopla, la grandiosa capital del Imperio de Oriente, destinadas muy posiblemente a un individuo de alto rango, que desempeñaba sus funciones imperiales en Jerusalén. Este personaje las habría puesto a buen resguardo, en lo que los arqueólogos señalan como un "impresionante y amplio edificio".
Naturalmente que habrá pensado en usarlas, pero no habría tenido tiempo, dado los acontecimientos que se estaban precipitando vertiginosamente.

AGITADAS CONVULSIONES
En esos momentos existían dos grandes superpotencias. El Imperio Romano de Oriente o Bizantino por un lado, y el Reino Parto de los Arsácidas, derivado luego en el Imperio Neo-Persa de los Sasánidas.
Entre el imperio de los Persas, que abarcaba la antigua Mesopotamia y toda la meseta del Irán, y los bizantinos, por cierto hubo guerras constantes, ya que a los conflictos fronterizos se sumaron las diferencias religiosas, entre los cristianos de Bizancio y los persas adoradores de Ormuz.
En tiempos del Emperador Justiniano, el rey persa Cosroes I obtuvo varias victorias importantes sobre los ejércitos bizantinos. Y posteriormente los persas continuaron sus conquistas, incorporando el Asia Menor y amenazando la soberbia capital bizantina de Constantinopla.

Gracias a generales bizantinos de gran talento, como Belisario y Narsés, los invasores fueron aplastados y rechazados nuevamente hacia Mesopotamia.
Pero las riquezas acumuladas en estas vastas comarcas eran tan grandes como tentadoras. Por tanto, los conflictos naturalmente continuaron.
Cosroes II, el soberano del poderoso Imperio Persa de la dinastía Sasánida, invadió esas disputadas provincias y saqueó Jerusalén en el año 614.
Por esa época, los bizantinos perdieron lo que actualmente es Siria, Líbano, Israel, Palestina, y Egipto, que pasaron entonces a integrar el Imperio Persa.
Después de Justiniano el Imperio Bizantino volvió a declinar, hasta el advenimiento de Heraclio. Este monarca se dedicó durante treinta años a la defensa del Imperio, atacado simultáneamente por los partos y persas en Mesopotamia, y por los ávaros, búlgaros, y eslavos, en las orillas del Danubio.
Desesperaba Heraclio de obtener el triunfo, cuando el Patriarca de Constantinopla, Sergio, le ofreció patrióticamente los recursos de la Iglesia, con los cuales pudo comprar la retirada de los ávaros y rechazar a los persas en tres campañas sucesivas, obligando a su rey Cosroes II a devolver sus conquistas así como una preciada reliquia, la Santa Cruz del Redentor (recordar la leyenda).

Sus éxitos ciertamente fueron muy rápidos. El Imperio Persa no pudo resistirles y fue subyugado, sirviendo de catapulta para el avance islámico en el Asia Central y la invasión de la India.
Los bizantinos en cambio lograron sobrevivir, pero perdieron sus valiosas posesiones de Asia y de África, excepto una porción del Asia Menor. Los árabes continuaron acumulando cuantiosas riquezas hasta que recién en el año 717, el emperador bizantino León III logró detener la expansión islámica, aplastando a los musulmanes en el Asia Menor.
Los árabes gobernarían entonces en Oriente Medio durante los próximos cuatro siglos, a través de Califas que respondían a las en su tiempo grandiosas ciudades de Damasco, Bagdad, y El Cairo, hasta que los cristianos recuperaron parcialmente su poder, gracias a las famosas expediciones emprendidas desde Occidente por parte de los cruzados.

Ante la invasión de los persas el edificio donde estaba el tesoro colapsó, y las ahora "famosas monedas áureas" quedaron olvidadas en una bóveda del muro, hasta hacer una feliz reaparición trece siglos después.

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