miércoles, 3 de agosto de 2011

-Louis Pauwels- y -Jacques Bergier- La rebelión de los brujos: Prólogo y primer capítulo


Barón danés, diplomático, embajador, Karl Heinrich von Gleichen-Russwurm (1733–1807): “(1) La inclinación por lo maravilloso y lo mágico (en general innata en muchas personas); (2) Mi gusto particular por imposibilidades y complejidades; (3) La inquietud y riqueza de mi habitual escepticismo; (4) Mi desprecio por lo que supuestamente sabemos; (5) Mi respeto por todo lo que ignoramos; Todos esos son los móviles que me han impulsado a viajar por los espacios imaginarios”.




PRÓLOGO

Nuestra civilización, como toda civilización, es un complot. Numerosas divinidades minúsculas, cuyo poder sólo proviene de nuestro consentimiento en no discutirlas, desvían nuestra mirada del rostro fantástico de la realidad. El complot tiende a ocultarnos que hay otro mundo en el mundo en que vivimos, y otro hombre es el hombre que somos.

Habría que romper el pacto, hacerse bárbaro. Y, ante todo, ser realista. Es decir, partir del principio de que la realidad es desconocida. Si empleásemos libremente los conocimientos de que disponemos; si estableciésemos entre éstos relaciones inesperadas; si acogiésemos los hechos sin prejuicios antiguos o modernos; si nos comportásemos, en fin, entre los productos del saber con una mentalidad nueva, ignorante de los hábitos establecidos y afanosa de comprender, veríamos a cada instante surgir lo fantástico al mismo tiempo que la realidad.

En el fondo, esta actitud es la propia de la Ciencia, la cual no es solamente la que la tradición universitaria del siglo XIX, amparándose en el racionalismo, acabó por imponer, sino más bien todo lo que la inteligencia puede escudriñar, tanto fuera como dentro de nosotros mismos, sin desdeñar lo desacostumbrado, sin excluir lo que parece escapar a las normas.

Es imposible prever exactamente lo que será el conocimiento en tiempos venideros, y si éste no se apoyará en conceptos que ahora desdeñamos y cuya importancia habrán descubierto nuestros descendientes, así como su papel oculto en nuestras personas y en el Universo al que entonces interrogaremos.

Las inteligencias son como los paracaídas: sólo funcionan cuando están abiertos. Nuestro objetivo consiste en provocar una apertura al máximo, sobre todo para abordar los campos de las ciencias humanas, donde la conspiración es más tenaz. Haciéndolo así, nos encontramos situados en un mundo tan maravilloso, dúctil y extenso, como el del físico, el del astrónomo o el del matemático.

Hay una continuidad. Es estupendo. El hombre, su pasado, su futuro, todo esto oculta también un complejo invisible, habla de infinito, canta la música de las esferas. Los que se ahogan, se aburren o se desesperan en el seno de tantas rarezas sublimes y de tantos enigmas resplandecientes, tienen un corazón ignorante y una inteligencia carente de amor.

¡Ah! ¡El mundo es tan bello -dice un personaje de Claudel- que tendría que haber en él alguien que fuese capaz de no dormir! Naturalmente, nuestra manera de hacer no carece de peligros y de inconvenientes, agravados por nuestras deficiencias. Planteamos numerosas hipótesis arriesgadas, revolvemos una polvareda de hechos malditos, hurgamos entre un fárrago de errores y de sueños, para descubrir algunas verdades nuevas pero zafias. Sin embargo, ocurre a veces que, partiendo de señales dudosas, se abren direcciones hasta entonces insospechadas y realmente útiles.

A nuestro modo de ver, y aunque hayamos trabajado con todo el cuidado y con toda la seriedad de que éramos capaces, lo esencial reside en el deseo de una visión ampliada, en el amor a las realidades fantásticas que demuestran el empeño del hombre y del mundo a realizarse en toda su plenitud. Parafraseando al barón von Gleichen, podemos decir: La tendencia a lo maravilloso, innata en todos los hombres; nuestra afición particular a lo imposible; nuestro desprecio por lo que ya se sabe; nuestro respeto a lo que se ignora: he aquí nuestros móviles.

Somos hombres modestos. Sin embargo, creemos tener derecho a presentar esta obra mal pergeñada como un «Manual de embellecimiento de la vida». El amable lector, al aprender a emplear este Manual, descubrirá, al propio tiempo, y aunque antes careciese de su alegría natural, la importancia de la existencia. Y también su emoción, desde el momento en que se despierte su curiosidad. Y sabrá que el ejercicio de la curiosidad transforma la vida en una aventura poética.

Un amigo mío, fabricante de absoluto, ejerce su profesión en una gran propiedad del mediodía de Francia. El absoluto es la esencia extremadamente concentrada de una flor, que entra en la elaboración de diversos perfumes. Mi amigo destila absoluto dejazmín. Bonachón y artista por naturaleza, inventó, para sus visitantes, un parque cuyos senderos están alfombrados de plantas que uno aplasta al caminar, levantando de este modo oleadas de un perfume perfectamente clasificado. Macizos de flores se extienden a la sombra de los árboles. En los lugares de descanso, hay copas y cubos con botellas de champaña, el hielo de los cuales es renovado por los jardineros. Nosotros quisiéramos que este Manual convirtiese la vida intelectual de sus lectores en un viaje a través de los tiempos humanos, pasados y venideros, parecido en cierto modo a un paseo por aquel parque y evocador de un anfitrión que fabrica absoluto y sortilegios.

Otro amigo mío es pediatra. Piensa que la toxicosis de los recién nacidos, con frecuencia mortal, es en realidad un suicidio, una inhibición psicofisiológica originada por el pánico a la soledad. En efecto, nosotros acostamos boca arriba al bebé, entre tablas o barrotes, bajo un techo vacío. Apenas ha sentido el calor del pecho materno y recibido la mirada de la madre, y ya lo colocamos en la posición de los muertos. Cierto que, al nacer, se ha desprendido de la madre. Pero lo que se ha desprendido debe ser reanudado. Mi amigo patentó una cuna inclinada, que elimina el aislamiento y hace que el niño sienta constantemente la presencia de la madre y de las cosas de la vida. No importa que este invento reproduzca tradiciones primitivas, si con él se pueden evitar angustias y, a veces, muertes.

De la misma manera que este médico intenta beneficiar a los niños, nosotros quisiéramos que este Manual ayudase a las mentes a librarse de los barrotes, de las tablas, del techo vacío; evitarles el veneno de la separación, y devolverles al calor del mundo. Un propósito muy ambicioso. Pero las poderosas mentes críticas y frías pueden perdonárnoslo sin temor. Apenas si amenaza su terreno; no es más que una ambición nacida del amor.

El poeta ruso Valerio Brusov (Valery Yakovlevich Bryusov o Valeri Yakóvlevich Briúsov), contemporáneo de la Revolución de Octubre, testigo del fin de un mundo y del comienzo de otro, se hacía, allá por el año 1920, esta pregunta: «Los principios de culturas tan diferentes y tan dispersas en el espacio como las del mar Egeo, Egipto, Babilonia, etruscas, India, mayas, Pacífico, muestran parecidos que no pueden explicarse únicamente por la asimilación o las imitaciones. Por esto habría que buscar, en el fondo de las culturas que creemos más antiguas, una influencia única que explique sus notables analogías. Habría que buscar, más allá de las fronteras de la Antigüedad, una X, un mundo de cultura que aún ignoramos y que puso en marcha el motor que conocemos. Los egipcios, los babilonios, los griegos y los romanos, fueron nuestros maestros. Pero, ¿quiénes fueron los maestros de nuestros maestros?» Los descubrimientos acumulados en los últimos cincuenta años han hecho retroceder enormemente en el pasado la historia de los hombres y de las civilizaciones, y eso ha justificado aún más la pregunta de Brusov.

Este libro no da respuesta a esta pregunta, pero pone de manifiesto el interés por ella e indica varias direcciones posibles de investigación. Es un trabajo de aficionados. Pero sentimos la necesidad de emprenderlo, en la esperanza de que algún día se constituya un grupo mejor equipado para proseguirlo. Aquella noble cuestión ha estado, hasta hoy, pésimamente ubicada: en los camaranchones de los especialistas, o en los asilos de alienados.

Nosotros hemos tratado de rescatarla de los locos o los embusteros que alegan revelaciones ocultas, y de arrancarla al desprecio o a la inquietud iracunda de los arqueólogos. La Arqueología, observó recientemente un corresponsal del New York Herald Tribune, es, más que una ciencia, una vendetta. Se trata, más que nada, de vengarse del descubridor que no ha encontrado nada por sí mismo. Hay que excavar, aunque sea mal visto por los grandes, por los hacedores de teorías. Pero a condición de no descubrir, al mismo tiempo, alguna idea no aceptada sobre la historia humana. Desplazar el paraíso en el tiempo, es lo mismo que cambiar de sitio el mobiliario.

Los tradicionalistas añoran el ayer. Los progresistas cuentan con el mañana. Pero todos están de acuerdo en que nuestros antepasados, vestidos de hojas y de pieles, golpearon estúpidamente las piedras durante milenios esperando que saltara la chispa. También convienen en la idea de que todas las civilizaciones son mortales. En cambio, nadie se atreve a pensar que, en el decurso de millones de años, la inteligencia y la pericia humanas pudieron conocer otros apogeos.

No amamos la libertad ni el infinito. Nos aferramos a un determinismo angosto y queremos que el tiempo de la inteligencia humana ocupe solamente una parte diminuta del tiempo de la creación. Si somos espiritualistas, consideramos al hombre como un animal que recibió el don de concebir lo infinito y lo eterno..., pero desde hace poquísimo tiempo. Si somos materialistas, pensamos que el hombre es un producto de la Historia..., pero de una Historia muy reciente. Tampoco figura en las convenciones la idea de que no todas las civilizaciones han necesariamente de perecer. Sin embargo, nada sabemos de ellos.

Sabemos demasiado poco para establecer una ley. Descubrimos algunas civilizaciones que parecen haber resplandecido durante milenios. Pero jamás nos permitimos hacer la justa observación de que ciertas civilizaciones, a las que llamamos primitivas, pero que siguen existiendo en el día de hoy, tienen todas las apariencias de la inmortalidad. En fin, si la Humanidad, en el transcurso de edades extinguidas, trató repetidas veces de subir los peldaños que conducen a una altísima civilización inmortal, y resbaló, y cayó, ¿por qué no podemos estar nosotros en camino de conseguir la escalada, de construir la civilización que conocerá la inmortalidad en la Tierra y en los cielos?

Esta pregunta optimista hará sonreír a muchos, pues hoy está de moda el desdén, el «catastrofismo» zumbón. Pero, en primer lugar, la moda es lo que pasa de moda. Y, en segundo término, sería una estupidez detenerse en una posada tan mezquina en el curso de un viaje tan largo y tan hermoso en el tiempo.

El tema de este libro no es muy original. Ha sido utilizado por muchos autores desde la publicación de "El retorno de los brujos" y de la revista "Planéte", fundada por nosotros. Sin embargo, hemos creído necesario reanudarlo a nuestro modo, a fin de limpiar nuestro propio terreno. No es fácil levantar, como recomendaba Nietzsche, «una barrera alrededor de la propia doctrina para impedir que entren los cerdos». Él mismo, desde su tumba, debió darse cuenta de esto. También es preciso arrojar muchos cubos de agua y barrer furiosamente. Es lo que vamos a hacer nosotros a lo largo de estas páginas.

En ocasiones, podemos resultar un poco enfadosos, por exceso de aplicación. Saltaos sin remilgos los capítulos pesados, hojead, navegad a vuestro antojo; lo esencial está en el espíritu, no en la letra. Mientras escribíamos esta obra, descubrimos, no sin cierta satisfacción, la existencia de un enésimo hijo de "El retorno de los brujos". Era un librito popular, pero bastante documentado, publicado en 1968 por la editora oficial de Moscú. Su autor, Alejandro Gorbovsky, estudiaba la hipótesis de civilizaciones avanzadas en las edades antediluvianas. Por encima de todo, nos satisfizo el prólogo. Había sido redactado por un investigador oficial, el profesor Fedorov, doctor en ciencias históricas. Oscilando entre el escepticismo y la seducción, decía Fedorov: «Los poetas y los escépticos son igualmente indispensables para la investigación. Forman una combinación necesaria.El libro de Alejandro Gorbovsky es importante porque plantea un problema esencial de la historia de los hombres. Si el autor y los que piensan como él tienen razón, podrán explicarse hechos hasta ahora inexplicables. Este libro constituye una noble empresa. El autor ha querido poner al alcance de un público muy vasto una grande y generosa idea, una nueva visión histórica. Y lo ha conseguido. Muchos lectores leerán esta obra con un interés rayano en el apasionamiento: como yo.»

Nuestra satisfacción fue acompañada de un poco de disgusto al pensar que, seguramente, no habría un solo universitario francés de cierto renombre que nos apoyase de igual modo. Cierto que fue un disgusto ligero, pues nos hallábamos en los momentos en los que iban a aparecer en las paredes de la Sorbona inscripciones como éstas:

«Profesores, ¡queréis hacernos viejos!» y «¡La Imaginación al poder!»

Nuestro «Manual de embellecimiento de la vida» se compondrá, si Dios nos concede un poco más de tiempo, de cinco volúmenes.

(1) El hombre eterno es un ensayo y una fantasía sobre el tema de las civilizaciones desaparecidas.

(2) El hombre infinito tratará de la condición sobrehumana.

(3) El hombre en la cruz, de los riesgos y oportunidades de esta civilización; de la apuesta sobre las probabilidades.

(4) El hombre comprometido, del contacto con inteligencias diferentes, en los cielos y aquí abajo.

(5) El hombre y los dioses del futuro desarrollará la idea de que es probablemente imposible crear un mito nuevo, pero que el advenimiento de semejante mito es indispensable.

Y desde hace diez años, hemos estado reuniendo la documentación necesaria para la composición de este Manual.

En lo que atañe a este primer volumen, y aparte de centenares de corresponsales de todo el mundo a los que hemos expresado nuestro agradecimiento, damos especialmente las gracias a Paul Émile Victor, director de las expediciones polares francesas, que realizó, a petición nuestra, un estudio sobre el enigma de los mapas de Piri Reis, y nos autorizó a reproducirlo aquí; a nuestro amigo y colaborador en Planéte, Aimé Michel, que nos permitió utilizar su artículo sobre los trabajos de André Leroi-Gourhan y el arte de las cavernas, así como varias notas sobre ciencia y sobre los ingenieros de la Antigüedad, y a Madame Freddy Bémont, profesor auxiliar de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Nanterre, que nos ayudó particularmente en la redacción de los capítulos sobre Numinor, las ciudades de Catal Huyuk y el Imperio de Dédalo.

Este Manual no aspira a una categoría científica. Lo prudente, incluso a escala planetaria, es limitar el propio ámbito. Nuestro ámbito es la poesía.

Pero la poesía -como también la Ciencia- saca lo que puede de todas partes, con el fin de producir un bien mayor.

La Ciencia busca la verdad, o al menos lo intenta sinceramente. La poesía busca lo maravilloso, o al menos lo intenta con igual sinceridad. Y quizás hay algo de verdad en lo maravilloso. Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica -la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre- me dice: «nada maravilloso puede encontrarse en este mundo», me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar.


EL HOMBRE ETERNO

PRIMERA PARTE: VIAJE DE RECREO A LA ETERNIDAD

CAPÍTULO PRIMERO: DUDAS SOBRE LA EVOLUCIÓN

Tomo el té con Sir Julian. - La religión de los abuelos. - Un conflicto pasado a pérdidas y ganancias. - El enojo de Cuvier. - Los triunfos del transformismo. - Bergson inventa «el impulso vital». - Un mito bien alimentado. - El maridaje de la idea de evolución con la idea de progreso. - Un «ismo» al que hay que vigilar. - Los apuros de la Biología. - Donde los autores tienen otro delirio, pero moderado. - El escurridizo primer hombre. - La hipótesis de una forma estable. - Una doctrina no aceptada: el humanismo.

En el vestíbulo del «Atheneum Club», frecuentado por ancianos caballeros que son honra y prez de la inteligencia anglosajona, pueden verse dos grandes retratos: el de Darwin, y el de su amigo Thomas Henry Huxley, pintor, naturalista y filósofo del evolucionismo. Una hermosa tarde de junio de 1963, me hallé tomando el té, en la biblioteca del Club, con el nieto de uno de los dos fundadores de la religión evolucionista. Porque, efectivamente, se trata de una religión. El nieto no andaba equivocado al afirmarlo.

Yo dije a Julian Huxley: -Sir Julian, usted publicó, en 1928, una obra titulada Religión sin Revelación. Su idea se abrió camino. En 1958, treinta años después de su publicación, este libro alcanzó una gran difusión en edición popular. Y en el Congreso de Chicago, a raíz del centenario de la obra de Darwin, hizo usted una declaración que tuvo enorme resonancia.

«La visión evolucionista --dijo-- nos permite distinguir las líneas generales de la nueva religión que, con toda seguridad, surgirá para responder a las necesidades de la próxima era.»

¿Podemos estar realmente seguros? -Sí -me respondió Sir Julian-. El mundo la espera. La Humanidad discierne, más o menos claramente, que hay algo como una religión a punto de manifestarse. O, más bien (si excluyo a Dios o una finalidad divina), un sentimiento exaltado de relación con el todo. Las ciencias están ya lo bastante desarrolladas para que su convergencia pueda producir una nueva imagen del Universo. Por eso, el proceso de evolución, en la persona del hombre, empieza a tomar conciencia de sí mismo.

-Una conciencia cuasi-religiosa del proceso evolutivo, ¿no es así?

-Oh, muchos amigos míos ponen objeciones al término religión... Pero, en fin... Ya sabe usted que incluso los sistemas que se dicen materialistas, como el marxismo, tienen aspectos típicamente religiosos... Decididamente, pensaba yo, mientras mojaba una magdalena en el té, así como los franceses son anarquistas moderados, los ingleses son místicos razonables. He aquí un Teilhard agnóstico. Está visto que, en este momento y a este lado del canal de la Mancha, sopla un viento de religiosidad sobre la frente de los viejos y honorables científicos. Tal vez están descubriendo, en este tiempo de inquietud, con su sólido y discreto orgullo, que sus abuelos darwinistas propusieron efectivamente al mundo una nueva forma de religión. Pensé en Haldane, otro descendiente de un noble linaje de intelectuales ingleses. También él acariciaba ideas de religión sin revelación. Me había escrito: «Hay que prever la posibilidad de que nazca una nueva religión, cuyo credo esté de acuerdo con el pensamiento moderno, o, más exactamente, con el pensamiento de la generación precedente. Hoy, podemos encontrar huellas de este credo en las frases de espiritualistas eminentes, en el dogma económico del partido comunista y en los escritos de los que creen en la evolución creadora.»

Los que «creen»... Observaba a Sir Julian, que revolvía tranquilamente el té con su cuchara. Aquel hombre no había cesado de acumular honores y riesgos. Era un monumento levantado sobre la estrecha frontera entre la generalización idealista y la prudencia académica, entre el misticismo de su hermano Aldous y el determinismo de su abuelo. Después, mi pensamiento se desvió a su turbulento colega Haldane, que había escogido también una noble e incómoda actitud. Había sido comunista, y terminaba una brillante y poco conforme carrera estudiando en la India la fisiología de los yoguis en éxtasis. ¡Esos endiablados y grandes ingleses...! Seguía una cadena de viejos caballeros. Me parecía estar viendo al buen maestro de la psicosíntesis, el profesor Assagioli, en su pequeño despacho de Roma.

«Existe actualmente un hecho muy importante y significativo -decía- y es la espera de una gran renovación religiosa...» Todas estas conversaciones tuvieron lugar antes de que las capitales de Europa viesen surgir una juventud a la vez revolucionaria y antiprogresista, ávida de cosas sagradas, mística y salvaje, con su música sacra al revés y sus rebeldías parecidas a mímicas litúrgicas. Tal vez tengo algo de médium. O quizá, simplemente, por tener menos años que mis grandes ingleses, era más sensible que ellos al futuro.

Esta renovación religiosa se producirá -pensaba yo-; esto es seguro. Pero, ¿no saltará hecho pedazos el dogma evolucionista, que sirvió de puente a dos o tres generaciones para cruzar los períodos de eclipse de Dios? Haldane y Huxley retrocedían, captados entravelling hacia atrás, en su conmovedora actitud de papaítos bonachones inclinados sobre el porvenir: «¿Los que creen en la evolución creadora?» Bueno, esto había que observarlo desde cerca, con dudas sobre el cómo y el porqué.

Yo, como buen hijo que era, me había aferrado a este dogma. Un dogma que tal vez iba a fundirse, a disolverse, como mi bollo en la taza de té. Nuestros abuelos habían decretado la muerte de Dios. Pero la Trinidad resistió el golpe. Sólo cambiaron las palabras. El Padre se convirtió en la Evolución; el Hijo, en el Progreso; el Espíritu Santo, en la Historia. Matad al Padre de una vez para siempre. Es decir, poned en duda la Evolución. Entonces, la noción de Progreso fallará por su base; perderá su valor de absoluto; se despojará de su naturaleza casi religiosa. Y, en consecuencia, la Historia dejará de ser necesariamente ascendente.

Hela aquí desprovista de mesianismo, reducida a pura crónica. Quizá sea éste el verdadero paisaje, que permanecía oculto detrás de los tabúes. ¿Un paisaje frío? Sin duda alguna. Un paisaje para adultos libres, salidos de la tibieza de la matriz. Naturalmente, hay que tratar con precaución y respeto a los partidarios de la evolución. Durante el siglo pasado, sostuvieron un duro combate.

«Dios creó todos los seres vivos, cada uno según su especie», afirma el Génesis. La Tecnología tradicional concuerda con la visión platónica: la Naturaleza es la encarnación de los ideales, y la idea de caballo existió antes que el caballo, diseñada desde toda la eternidad en los cielos espirituales. Concuerda con la fijeza del sentido común y del lenguaje. Hace menos de cien años, un obispo anglicano exclamaba: «¡No! ¡Nada de evolución! ¡Dios creó efectivamente en seis días el mundo, comprendidos los fósiles!» El «proceso de los monos» de Dayton, Estados Unidos, donde se persiguió a unos profesores por haber enseñado el transformismo, sólo data de 1926. En la actualidad, la Iglesia ha aceptado los datos fundamentales de la Antropología, no sin guardarse de las tendencias teilhardianas a una «religión de la evolución», bastante próxima, a fin de cuentas, a la de Huxley.

Después de un análisis neodarwinista de la evolución anatómica del hombre en el curso de las edades geológicas, leemos lo siguiente en un diccionario de tendencia cristiana: «Los descubrimientos de fósiles humanos que datan de las últimas edades geológicas, es decir, del terciario y del diluviano, suministran la prueba de que el cuerpo humano participó en la evolución de conjunto del mundo vivo. El cuerpo humano, en su forma actual, es la última prolongación de este proceso evolutivo. Los conocimientos actuales de la Ciencia permiten situar un poco antes de la época de transición que lleva del terciario al diluviano, es decir, hace aproximadamente un millón de años, el momento decisivo en que, diferenciándose de un cuerpo animal muy parecido al suyo, el cuerpo humano hizo su aparición en su forma actual. Fue en este momento cuando, después de una larga evolución del mundo animal y vegetal, el ser de carne y de espíritu, llamado hombre, nació del acto creador de Dios y pudo iniciar el camino de su propio devenir.»

La Iglesia moderna acepta, pues, que el cuerpo del hombre es producto de la evolución. En cuanto al alma, mantiene su posición. En cierto momento, en la cadena de transformaciones, aparece un animal que se nos asemeja en gran manera. Entonces, interviene Dios: ése lo haré a mi imagen; demos el soplo decisivo y un «devenir propio» a esa criatura privilegiada. Como vemos, el conflicto entre «fijismo» y transformismo no está, ni mucho menos, resuelto. Todos están de acuerdo en lo que se refiere al iguanodonte, al pez volador o al chimpancé. Pero el cristiano recupera el espíritu del Génesis en la última etapa de la creación. Sin embargo, este conflicto, tan fundamental, se pasa actualmente en silencio. La amistad entre los progresismos cristiano y ateo bien vale que se pase por alto esta confusión sobre la evolución.

¡Chitón!, camaradas, y marchemos juntos y del brazo en el sentido de la Historia. Cierto que la historia de la idea de evolución es una historia de confusiones, como demostró muy bien Emmanuel Berl en un notable y breve ensayo: La evolución dela evolución. Esta idea de evolución daba náuseas a Cuvier, el cual, empero, contribuyó mucho a su futuro al fundar la Paleontología.

Cuvier pensaba poder reconstruir cualquier animal partiendo de un huesecillo. Esto era apostar por una arquitectura natural de las especies, por una especie de «número áureo» del diplodoco o de la jirafa, por unos ideales arquitectónicos que el transformismo hacía pastosos, entremezclados en una papilla evolutiva.

La multiplicación de las especies, la desaparición de ciertas formas de vida, la aparición de otras formas, ¿son fruto de los proyectos de algún gran arquitecto? En cambio, el transformismo veía un sólido encadenamiento de causas y de efectos. Las especies se engendran según las ingeniosas necesidades naturales. El finalismo de Lamarck, y también el de Geoffroy-Saint-Hilaire, presuponen una acción determinante del medio.

Los seres vivos se transforman porque el medio ambiente y las condiciones de vida les obligan a hacerlo. La adaptación es la causa determinante. Ella da patas a los grandes reptiles, y calienta su sangre cuando se retiran las aguas. Una rama de su descendencia se hace pájaro: bajo la influencia del medio, cada vez más oxigenado, los flecos membranosos se convierten en plumas.

La Zoología, la Botánica y la naciente Biología abrigaban grandes dudas al respecto. Por ejemplo, no se acababa de comprender por qué el lino y el cáñamo podían adoptar formas muy distintas en un medio idéntico. No se comprendía cómo las especies que, según demostraba la observación, se resistían a mezclarse para producir híbridos, hubiesen podido copular entre ellas de un modo tan extraño, en tiempos en que no existían los zoólogos.

A pesar de todo, el transformismo era bastante satisfactorio para la inteligencia. Así como el hombre inventa utensilios, la función crea el órgano. El caracol se provee de cuernos, de la misma manera que el ciego se suministra un bastón; y la jirafa estira el cuello para alcanzar los dátiles. Pero Fabre se preguntaba cómo habían vivido las abejas antes de aprender a confeccionar la miel.

«Lamarck -escribió Cuvier, a quien aquél tachaba de loco- es, desgraciadamente, uno de esos sabios que no han podido resistirse a mezclar conceptos fantásticos a los verdaderos descubrimientos con los que enriquecieron nuestros conocimientos. La teoría de la evolución es un grande y hermoso edificio que, desgraciadamente, se apoya sobre cimientos imaginarios.»

Sin embargo, la teoría acabaría imponiéndose. En efecto: no se podía negar que hubiese una historia cambiante del ser vivo. Pero, ¿se apoyaba esta historia en alguna clase de determinismo? No se podía tener la seguridad de que el transformismo lamarckiano fuese la explicación acertada. Pero sí era seguro que había que buscar en el sentido de un encadenamiento de causas y efectos. Si dudamos de que el efecto sigue a la causa, y de que las causas producen necesariamente efectos, la Ciencia deja de ser metódica y pierde su objetivo.

Como observa Emmanuel Berl: «El transformismo tenía un triunfo muy firme para los sabios: extendía el campo de aplicación del determinismo (...) Esta evolución les parecía como una declaración de los derechos del determinismo sobre la Zoología y la Botánica (...) Las especies animales son otros tantos efectos, y estos efectos provienen de causas que la Ciencia podrá descubrir a lo largo de los siglos, aunque no encuentre la causa primera, que no forma parte de su campo de estudio. Esto es absolutamente indispensable; no hace falta nada más.»

El transformismo lamarckiano fracasa, pero Darwin reconcilia esta noción con la idea general de evolución... proponiendo una explicación mecanicista a la transformación de las especies. Se acumulan mutaciones insensibles, y la Naturaleza escoge, en función de la selección. Pero, ¿con qué prodigioso juego de casualidades consiguió la Naturaleza crear un órgano tan perfecto como el ojo de los vertebrados superiores? Darwin confesaba que no podía pensar en esto sin que le acometiese la fiebre. Por lo demás, era un intelectual carente de fanatismo, prodigiosamente abierto y aventurero, que hacía, sólo por ver, lo que él llamaba «experimentos idiotas», como tocar la trompeta a unas enredaderas. Y Wallace, tan abierto como él, fue un pionero de la Parapsicología. Pero ni las mutaciones insensibles, ni las mutaciones bruscas de De Vries, conseguirán justificar el principio de selección natural y, en suma, de evolución planificada.

¡Extraña historia la del reptil, cuando empezó a salirle una punta microscópica de ala! ¡Y más extraña aún, si una alita pequeña y verdadera le salió de un solo golpe! ¡Qué prodigiosas coincidencias de casualidades las que, a través de mutaciones insensibles, condujeron a un órgano tan perfectamente elaborado como el ojo del tigre! ¡Y qué formidable producción de monstruos enfermizos, con las bruscas mutaciones! ¿Cómo puede actuar la selección natural en estas condiciones? «Firmemente resueltos a no poner en duda la evolución -escribe Berl- Bergson y toda la ciencia de su tiempo reconocen que no tienen la menor idea de los mecanismos por medio de los cuales se produce esta evolución.

El golpe teatral más estupendo es la conclusión de Bergson: ya que no podemos explicar la evolución de los fenómenos, es necesario y suficiente explicar los fenómenos por la evolución. Atribuir a ésta un poder creador, un "impulso vital" que empuje a los seres evolutivos, aunque no encontremos en éste rastros de aquélla. Si no comprendemos cómo pudo formar la evolución el ojo del hombre, razón de más para decir: la evolución ha formado este ojo. Huelgan los mecanismos determinantes, puesto que la evolución determina por sí sola.

»Al padre Teilhard le bastará con seguir este camino real; lo encontró trazado por entero.

»Por un extraño movimiento de regreso, la evolución, que antaño se decía hija del determinismo y pretendía proceder de él y ser su consecuencia necesaria, se vuelve contra él, lo niega, reniega de él con un desdén que muy pronto ni siquiera tratará de disimular.

No afirma que los efectos tengan causas; no quiere afirmarlo. Lo esencial es que corrobora y confirma el progreso, un progreso de la Naturaleza hacia la Inteligencia, de la Historia hacia la Justicia, de la Humanidad hacia lo Sobrehumano.»

El transformismo, que, quiérase o no, está en la base de la idea de evolución, es abandonado como mecanismo coherente, como encadenamiento de casualidades. Existe una causa final, que produce efectos a lo largo de la historia de los seres vivos. Es un determinismo invertido, y los fenómenos inexplicables de la evolución se explican por el solo hecho de que son resacas del futuro. Y, si la genética descarga un golpe mortal al transformismo, no por ello destruye la idea de evolución ascendente. Porque esta idea ha pasado del nivel de la explicación científica al nivel de mito necesario para una civilización.

La teoría de los cromosomas de Weisman y las leyes de Mendel destruyeron las tesis sobre las mutaciones que habían venido en apoyo del transformismo, al afirmar que los caracteres transmitidos son invariables, y que no puede haber transmisión de los caracteres adquiridos, ya que la herencia actúa, no de organismo a organismo, sino de germen a germen estable. La genética no dice nada en absoluto a favor del evolucionismo.

Cuando Lyssenko y los mitchurinianos de la época estalinista se pronuncian a favor de la evolución y contra la genética, lo hacen con plena conciencia de la contradicción en que incurren. Pero necesitan apoyos «científicos» para el mito necesario. En nombre de la verdad científica, envían a los geneticistas a presidio; pues, para ellos, la Ciencia no es solamente la verdad, sino la verdad más la esperanza; la esperanza de ser causa, de poder modificar y mejorar la naturaleza del hombre por un cambio del medio que dé al transformismo la posibilidad de ejercer sus virtudes.

Cierto que era una crueldad inútil enviar a los sabios a la muerte. Pero aquellos materialistas no tenían suficiente confianza en el mito. Ni siquiera hubiese sido necesario el silencio. El mito de la evolución ascendente vive muy bien y engorda con las contradicciones que le sirven de suero. Los transformistas de principios del siglo XIX consideraban más que suficiente el haber sustituido el arbitrio del Creador por una hipótesis que implicaba cierto determinismo. No se pronunciaban sobre un sentido cualquiera de la evolución.

Las causas engendraban efectos, la acción del medio y la selección natural hacían que se modificasen las especies, las formas de vida se desplegaban, obedeciendo a necesidades implacables, desde la amiba hasta el hombre. Se guardaban muy mucho de pronunciarse sobre una cuestión que, por lo demás, les habría parecido desprovista de espíritu científico: ¿Tiene la evolución un sentido?

El transformismo no era pesimista ni optimista. Se negaba a dar una intención y una dirección a un fenómeno natural. En esto, se avenía bastante bien con el espíritu de la época, que mantenía un equilibrio bastante desmañado entre la esperanza y la desesperación, con una ligera preferencia por la lucidez amarga.

Julio Verne era contemporáneo de unos filósofos que profetizaban el Apocalipsis, y Baudelaire exclamaba: «¡El mundo se acaba!» Por otra parte, la Física de la época tiene negra la color. La entropía generalizada condena al Universo a la extinción. Nietzsche encuentra, en el determinismo que preside la evolución de las especies, algo con que alimentar su visión trágica. Se pasma sombriamente ante la dureza implacable de la selección natural y al ver aparecer el hombre sobre un inmenso cementerio de especies enterradas.

Los biólogos, que «no vieron a Dios en sus probetas», se encogerían de hombros, bajo sus levitas negras, si se asignase un sentido cualquiera a los fenómenos naturales. Sólo los determinismos fisicoquímicos se hallan en juego. Y los propios psicólogos se colocan a su lado: La inteligencia y las virtudes son productos, como el alcohol y el azúcar.

En cuanto al hombre, desciende del mono. El propio verbo excluye toda idea de una ascensión cualquiera del ser vivo, de una dirección positiva del «impulso vital».

El Génesis nos hacía nacer del polvo y nos decía que volveríamos a él. El dogma afirmaba que éramos barro animado por Dios.

No somos este producto de la voluntad del Señor, sino, simplemente, un primate que evolucionó por el juego de causalidades ciegas, y fue arrojado a una Naturaleza que no tiene ningún fin y que, por lo demás, está condenada a la extinción por la termodinámica. Si, por una extraordinaria circunstancia, los descubrimientos de la genética moderna se hubiesen realizado antes del advenimiento de la civilización industrial, los partidarios del fijismo habrían llevado la mejor parte. Como dice acertadamente Emmanuel Berl, estos descubrimientos habrían «entusiasmado a los filósofos más obsesionados por lo Eterno, más indiferentes a la Duración». No se habría hablado de «impulso vital», ni, con mayor razón, de “evolución creadora”.

Los principios de majestuosa inmutabilidad de la Naturaleza habrían triunfado, y toda nuestra visión del ser vivo, de la historia del hombre y sus sociedades, de nuestra propia civilización, se habría modificado. Pero, mientras tanto, la idea de evolución se había emparejado con la idea de progreso. Con la civilización industrial y sus primeros y espectaculares logros, se extinguió el concepto de que la edad de oro había quedado atrás. La máquina de vapor y la electricidad desplazaban el paraíso desde atrás hacia delante. Íbamos a «triunfar sobre la Naturaleza», a cambiar las cosas y, por consiguiente, a cambiar el hombre.

El transformismo volvía a recobrar el pelo de la dehesa; la industria, que transformaba el medio, transformaría la Humanidad. La «marcha hacia delante» es «irreversible». «Es imposible detener el progreso»; la Humanidad puede confiar en descubrir un sentido a la Historia.

Hegel elabora la metafísica del progreso, y Marx, su antropología. El impulso fáustico que se desarrolla en la fábrica y en el laboratorio enlaza con el mítico «impulso vital», y es este último mito el que dará carácter de absoluto a un hecho de civilización muy limitado en el tiempo. El medio determina la transformación, y la función crea el órgano: he aquí el fondo de lamarchismo que volveremos a encontrar en el «socialismo científico».

Y cuando Marx declara que la Humanidad realiza sus descubrimientos en el momento en que le son necesarios, es también Lamarck quien habla. Las implacables leyes de la «evolución económica» tienen mucho de transformismo, y el principio de la lucha de clases es primo hermano de la selección natural.

La idea de evolución creadora, que es un invento de la mente para dar cuenta de una historia general del ser vivo cuyo mecanismo no puede explicarse, servirá para justificar plenamente los sacrificios que en nombre del progreso exige la naciente civilización industrial.

¿Es el progreso una noción relativa? ¡No, y no! El progreso radica en la naturaleza de la evolución. Participa del impulso que eleva al ser vivo en el decurso de los tiempos. Es correlativo a la evolución. «Con el apareamiento de la evolución y el progreso -dice Berl-, la evolución (es decir, la idea de evolución creadora, que era mucho más mítica que científica) adquiere dignidad política, y el progreso (que no era más que una constante bastante dudosa, prendida en una estrecha coyuntura del tiempo) cobra dignidad científica.» Pero desde el momento en que el progreso adquiere esta dignidad y se erige en rey del mundo, le conviene rechazar todo el pasado y sumirlo en una noche de prolongados, torpes y balbucientes esfuerzos.

El progreso es el magnífico heredero de toda la evolución, el producto resplandeciente, definitivo, de tres mil millones de años de vida y de esfuerzos por conseguir esta entidad espléndida. El progreso ilumina el mundo. Antes, el mundo estaba a oscuras. En realidad, el hombre no conocía la luz del día.

Esto es lo que significa el término «siglo de las luces». Es el siglo que ve nacer la idea del progreso. Con él, llega nuestro tiempo, el tiempo de los hijos del tiempo. Surgimos al fin, y tomamos por nuestra cuenta las riendas de la evolución; nosotros, que hasta entonces habíamos estado ligados a una lenta evolución de la materia, a un tímido avance, sofocante y terrorífico, sometido a la mordedura de las inclemencias químicas, de los organismos nocivos que vegetaban en las encharcadas aguas del Devónico. A partir de entonces, tenemos la seguridad de que el progreso está justificado por la evolución y de que la Historia tiene, en consecuencia, un carácter mesiánico. Pero debemos considerar si esta certeza deriva de los imperativos de nuestra civilización industrial y técnica, más que de una realidad científicamente revelada.

Emmanuel Berl tiene muchísima razón cuando habla, a este respecto, «de la presión ejercida (sobre los defensores de la evolución creadora) por la civilización que les rodea». Es ésta, sigue diciendo, «la que, sin duda alguna, confiere a las ideas de evolución y de progreso un valor que no guarda proporción con los fenómenos efectivamente comprobados. Es ella quien orienta las investigaciones en el sentido conveniente, anulando las prevenciones contra palabras que significan e insinúan mucho más de lo que expresan; la que incita a confundir una teoría, verosímil pero discutible, como todas las teorías, con un conjunto de hechos establecidos. Estos hechos pueden revelar situaciones pretéritas, sucesiones, causalidades; pero no pueden, evidentemente, revelar finalidades y, menos aún, el sentido último de unos procesos que no han finalizado y cuyo término es imprevisible.

»No conocemos, ni podemos conocer, el desenlace de los combates que la vida entabla contra sí misma y contra la materia inanimada. Los biólogos no podían prever la bomba atómica, ni saben qué nuevos virus podrán, mañana, diezmar nuestra especie. Su evolucionismo implica, pues, un acto de fe; un acto de fe que ni siquiera se apoya en una revelación y que se hace aún más difícil desde el momento en que excluimos la transmisión de los caracteres adquiridos

Al profesar el evolucionismo, creen dominar y dirigir la Sociología, cuando en realidad no hacen más que someterse a ella. Pues es la Sociología, y no la Biología, la que presta a la evolución el prestigio y el atractivo que ejerce sobre nosotros. Es el progreso del hombre, y no el de las especies animales y vegetales, el que rige nuestro trabajo y nuestras ideas.

»Y, si nos sentimos inclinados a pensar que todo va de mejor a mejor en el mundo, es porque vemos aumentar el poder que el hombre ejerce sobre él. Montaigne se burlaría de esta idea. Pero, se mire como se mire, en la actualidad todos saldríamos ganando si considerásemos la evolución con mayor desconfianza, y si empleásemos esta palabra con más cautela y con mayor rigor.

El evolucionismo se volvió contra el determinismo, después de haberse confundido con él; se volvió devoto, si no ortodoxo, después de haber sido ardientemente librepensador. ¿Cómo saber a qué causas servirá mañana? Ni siquiera podemos afirmar que asegure el bienestar de sus adeptos: Los poetas nos enseñaron, hace mucho tiempo, que se puede torturar con la esperanza, y los historiadores, que los jefes de los pueblos pueden hacer más atroz la vida presente, en nombre del porvenir mejor que les prometen.

Las peores tiranías se hacen excusables, e incluso se justifican, cuando damos por cierto que el mundo, sometido a una fatalidad dichosa, camina hacia un estado paradisíaco. Si, pase lo que pase, todo tiende al bien, y el mal deja de existir; una enorme carnicería no detendría el curso de la evolución; algunos pueden incluso alardear de que la aceleraría, y de que una pequeña sangría de novecientos millones de hombres, facilitaría a los supervivientes el acceso a la sociedad sin ciases a la que aspira el socialismo; de la misma manera, los nazis se jactaban de que, eliminando las razas inferiores, harían más rápido y seguro el juego bienhechor de la selección natural.

El evolucionismo no está más exento de delirio que todos los otros "ismos". Incluso es preciso vigilarlo de cerca, sobre todo si se quiere defenderlo»

A decir verdad, no me siento inclinado --y tampoco Bergier-- a «defender el evolucionismo». ¿Y si la evolución fuese como una de esas muñecas debajo de cuya falda aparecen otras varias muñequitas enteramente formadas? ¿Si hubiese habido, por ejemplo, varias apariencias del hombre, y varias tentativas hermanas de dominar la Naturaleza? ¿No habría entonces, en esta creencia positiva, un optimismo que no iría acompañado de la fe en un «impulso vital» ascendente, ni del rechazo de todo el pasado de la Creación en una oscuridad fangosa? Habría habido varias tentativas, y la actual sería la buena. Naturalmente, también esta idea es delirante. Pero el retroceso incesante, durante los últimos años, del campo de observación de la historia humana, proporciona buenos puntos de apoyo a este delirio.

Los biólogos modernos -advierte André Bouthoui en su obra Variaciones y mutaciones sociales- se inclinan a creer que, durante el último período geológico, la Naturaleza dejó de crear nuevas especies animales. Cuénot (La evolución biológica) calcula que, hace unos quinientos millones de años, después de la aparición de los pájaros, el verbo creador de la Naturaleza pareció agotarse. Ninguna estructura nueva surgió después de los primates y del hombre. Y, no obstante, parece que no varió la densidad media de radiación, que nada cambió sensiblemente en nuestro medio físico. Entonces, ¿qué pensar de la evolución como proceso continuo?

«Las observaciones de la Biología moderna -sigue advirtiendo Bouthoul- hacen dudosa la aparición de mutaciones que den origen a especies nuevas.» Morgan sometió a ciertos insectos a los tratamientos más variados, comprendido el bombardeo con rayos correspondientes a las condiciones físicas de las épocas geológicas más antiguas, sin obtener resultados probatorios. Sin embargo, la especie humana modifica, en muy pocos siglos, sus posibilidades de acción, sus modos de existencia. Aquí, para no perder el hilo del evolucionismo (confundido en nuestras mentes con la noción de progreso), recuperamos acrobáticamente la idea de las mutaciones, declarando que «la creación de las máquinas y de las técnicas constituye verdaderas mutaciones biológicas de la especie humana», y que, si la evolución ascendente no ha afectado al homo en general, sí que ha influido en el homo sapiens y en sus sociedades. Como si la Naturaleza, bruscamente fatigada, o la evolución progresiva, al sufrir una avería, hubiesen delegado sus funciones en el homo sapiens.

Y, en nuestro empeño de ser evolucionistas a pesar de todo, volvemos al puro y simple acto de fe de un Padre de la Iglesia, san Clemente de Alejandría: «Una vez definitivamente terminada la Creación, el hombre fue encargado de regir los destinos de la Naturaleza.» A menos, que, en nuestra búsqueda de huellas de una evolución, las encontrásemos efectivamente. Pero ésta debería actuar exclusivamente en el hombre. Y, en este caso, tendríamos que hacernos a la idea de que el hombre es una criatura excepcional, perteneciente a una especie privilegiada; de que el hombre es objeto y producto de determinadas fuerzas: «Algunos biólogos opinan en la actualidad que las mutaciones espontáneas, visiblemente terminadas en las especies animales, siguen produciéndose en el encéfalo humano, principalmente en las zonas corticales, de suerte que las modificaciones de las mentalidades no serían más que el aspecto psicosociológico de aquellas mutaciones espontáneas, de origen misterioso y tal vez cósmico» (Bouthoul).

Situados en estas perspectivas, contrarias a la teoría general de la evolución, no tendríamos más remedio que declarar que el hombre es un animal fuera de serie, que constituye una forma viva ajena al proceso global. He aquí una declaración que nos sentirnos fuertemente tentados a hacer, por nuestra cuenta y riesgo. Pues bien, dejémonos tentar. Planteadas así las cosas, tenemos que añadir que esa forma viva, que escapa al proceso general, podría muy bien aparecer, no al final de una lenta evolución, sino de manera acelerada, y cada vez que le resulta posible.

En la historia de nuestro planeta, el hombre pudo aparecer varias veces durante los millones de años que quedaron atrás. De suerte que, considerado a la escala de nuestras vidas y de la duración de nuestras civilizaciones, podríamos decir que el hombre es eterno. Esta hipótesis no es mística. No presupone un Dios testarudo y vigilante, que crea al hombre cada vez que las condiciones se lo permiten. Es una hipótesis natural. Así como el azar no interviene en la química, tampoco influiría en la evolución. Así como existen moléculas estables, habría al menos una forma de vida, el hombre, que se manifestaría con constancia, cada vez que se presentase la ocasión; que pasaría por muchas vicisitudes, avatares, altibajos, degeneraciones y en una eterna tentativa de realizarse; con plenitud.

Cada nuevo descubrimiento hace retroceder la fecha de nacimiento del primer hombre. En setiembre de 1969, un congreso de antropólogos y paleontólogos, reunidos en la sede parisiense de la UNESCO, rechaza la idea de que el hombre de Neandertal fuese nuestro antepasado, y admite que, hace más de dos millones de años, existía un hombre que confeccionaba útiles y practicaba un culto a los muertos.

Pero esto resulta ya insuficiente. Las excavaciones del Chad revelan una Humanidad cuya antigüedad se remonta a seis millones de años. Esta pista podría seguir indefinidamente y hacernos pensar que, a nuestra escala, hablar del primer hombre es lo mismo que hablar del extremo del Universo.

No pretendemos lanzar la idea de que el nacimiento del hombre podría ser sincrónico de la formación de la vida sobre la Tierra, hace más de tres mil millones de años. Pero es posible que, en diez millones de años, surgiese la especie humana, desapareciese a causa de ciertos cataclismos y volviese a aparecer, de la misma manera que renace la vida en las islas convertidas en improductivas por erupciones volcánicas.

«La explicación darviniana de la transformación de las especies por mutaciones lentas y graduales es, en la actualidad, difícilmente aceptable. Una propiedad que no ha tenido tiempo de afirmarse, que sólo existe en estado embrionario, tiene muy pocas probabilidades de alcanzar jamás el estado adulto: Con frecuencia, no es más que un obstáculo en la lucha por la vida, y, por esta propia circunstancia, está condenada a desaparecer.

¿Cómo pudo, en estas condiciones, desarrollarse, fase por fase, esa totalidad constituida por un ser completamente nuevo?» Ésta es la pregunta que se formula un biólogo como Heinrich Schirmbeck. Sin embargo, y fundándose en los resultados suministrados por la Antropología, pone fuera de duda que el hombre, «elemento de la Naturaleza, tiene un pasado biológico cuyas raíces se hincan en un conjunto de formas animales preliminares».

Al propio tiempo, otros sabios al tropezar con la imposibilidad de explicar evolutivamente la génesis del hombre, no han vacilado en dar un rodeo para salvar el obstáculo, en aislar al hombre del resto del universo y en atribuirle, desde el principio, un devenir propio.

Así, Edgar Dacqué, en vez de considerar al hombre como la forma más reciente de una larga evolución, afirma que es el «primogénito» de la creación, cuyo centro ocupa. Y según Dacqué, el hombre sería el ser primeramente concebido en el decurso de todos los tiempos, y toda la creación habría proliferado alrededor de este modelo inicial.

Nuestra hipótesis parece, en relación con aquélla, un poco menos fantástica. Presupone una forma de vida estable, que aparece y desaparece según coincidan o no las condiciones necesarias, que se manifiesta, se extingue y reaparece en el decurso de los tiempos. ¿Es esto un «verdadero delirio utópico», como el de Dacqué? En todo caso, y habida cuenta de que el curso de los tiempos «humanos» se prolonga sin cesar ante nuestros ojos a medida que progresa la investigación antropológica, tenemos perfecto derecho a buscar explicaciones distintas de las del evolucionismo.

En 1856, cuando se descubrieron los primeros fragmentos del esqueleto del hombre de Neandertal, no faltaron expertos que declarasen que el hombre no se remontaba a tiempos tan remotos, y que se trataba de restos de un salvaje o de un idiota. Pero, desde hace un siglo, se han exhumado en muchos lugares del mundo restos de hombres fosilizados y de hombres-monos, sin que sea fácil, frente a formas ora indescifrables, ora humanas, establecer filiaciones y trazar un árbol genealógico.

El neandertaliano, que tallaba los finos útiles de la época musteriense, que construía sepulturas y se comunicaba con el lenguaje de los conocimientos técnicos, se nos presenta actualmente como un momento de la historia humana (cincuenta mil años atrás) incomprensiblemente suspendido en la noche de los tiempos. Parece como una aberración, fruto de cruzamientos entre un homo habilis infinitamente más antiguo, o de un homo sapiens ya aparecido, y los pitecántropos, una variedad de cruce, como el hombre de Solo, en Java.

El doctor Leakey, que, desde hace más de cuarenta años, realiza excavaciones en África Oriental, descubrió en Kenya, en 1948, vestigios de uno de los primeros eslabones de la cadena que pudo dar origen a los primates y al hombre, vestigios cuya antigüedad se estima de unos cuarenta a veinticinco millones de años. En 1959, el doctor Leakey descubrió el tipo homínido más antiguo de los conocidos hasta entonces, el zinjántropo australopiteco, que había morado en Olduvai, Tanzania, hace de 180.000 a 800.000 años. En 1962, descubrió el kenyapiteco, cuya antigüedad se remonta a unos cincuenta millones de años y que parece situarse también en la línea de los antepasados homínidos. En 1963, pensó que un nuevo descubrimiento efectuado en Olduvai, el del homo habilis, ponía en tela de juicio todas las teorías existentes sobre el origen del hombre.

«El descubrimiento de una criatura que presentaba rasgos tan parecidos a los humanos y que vivió hace un millón ochocientos mil años, constituyó, por sí solo, una revolución -escribió Madame Yvonne Rebevrol en Le Monde, comentando el Congreso de la UNESCO-. Hasta entonces, la línea de los homínidos avanzaba desde el antiquísimo australopiteco hasta el homo sapiens (es decir, el hombre de hoy) que se suponía aparecido hace solamente unos 25.000 años. La evolución estaba jalonada por el pitecántropo nada por el pitecántropo, más tardío y evolucionado que el australopiteco, y por el hombre de Neandertal, más primitivo que el homo sapiens. Pero he aquí que aparece una nueva criatura, tan antigua como los australopitecos, pero que muestra chocantes analogías con el homo sapiens. Según el doctor Leakey, es el homo habilis nuestro único antepasado, mientras que los otros homínidos no son más que ramas defectuosas que no tuvieron descendencia.

El australopiteco, el pitecántropo y el homo habilis aparecieron al mismo tiempo, pero solo el homo habilis fue punto de partida de la fructífera evolución que condujo al homo sapiens. Por lo demás, hay que observar que, en diferentes lugares, pero principalmente en Gran Bretaña, Francia, Alemania, y Hungría, se han encontrado cráneos fósiles cuyas características hacen pensar en el hombre actual, pero que proceden de yacimientos muy antiguos. Recientemente, en el yacimiento del río Omo (Etiopía), se han descubierto dos cráneos muy "modernos" pero también antiquísimos. Esta dispersión de tipos sumamente evolucionados presupone, evidentemente, una dispersión anterior del tronco, del homo habilis. (...)

»Sin embargo, el doctor Leakey sigue opinando que el hombre "nació" en la zona que comprende el África Oriental, Arabia, y el oeste de la India. En la India, ha sido descubierto un mono fósil, el rama piteco, más reciente pero bastante parecido al kenyapiteco, y se ha puesto también de manifiesto una industria primitiva.

Mr. Leakey está convencido de que unas excavaciones sistemáticas en la India o en Arabia resultarían extraordinariamente fructíferas, puesto que el África oriental muestra incesantemente su riqueza en fósiles. Después de los yacimientos de Tanzania y de Kenya, Etiopía reveló el del río Omo. La latitud y las alturas escalonadas en estas regiones fueron extraordinariamente favorables a la aparición y a la evolución de los homínidos primitivos. Sus tierras volcánicas son ideales para la conservación, de los fósiles: Cuanto más se busca, más se encuentra.

En fecha muy reciente, Mr. Leakey descubrió, en Olduval, un cráneo de homo habilis que parece completo o poco menos (Le Monde, 19 de agosto de 1969). El doctor Leakey mostró un diente encontrado en territorio kenyano, al sur del lago Rodolfo: este diente parece haber pertenecido a un homínido que vivía hace ocho millones de años.

»Sin embargo, Leakey opina que el homo sapiens sólo pudo aparecer cuando tuvo posibilidad de encender fuego, es decir, «la seguridad y la tranquilidad mental necesarias para que se produjese el pensamiento abstracto». Los útiles aparecieron muy pronto, pero no determinan el paso del prehombre al hombre. El hombre propiamente dicho nació con el pensamiento abstracto, los conceptos de magia, la religión, y el arte. Según el doctor Leakey, se necesitó un período considerable de tiempo para pasar del homo habilis al homo sapiens, cuya antigüedad sería solamente de unos cien mil años.

Esta tesis no se apoya en nada definitivamente establecido. Solamente jalona incertidumbres, partiendo de vagas estimaciones. Lo único cierto es que, «cuanto más se busca, más se encuentra».

Un homo habilis de varios millones de años. Un homo sapiens de cien mil años; y algunas suposiciones constantemente puestas en tela de juicio, flotando en este océano del tiempo. Pero, si vivieron homínidos hace más de ocho millones de años, se derrumba la teoría clásica de la evolución. Y, si el hombre pensante existe desde hace cien mil años, tenemos lógicamente derecho a preguntarnos si es posible aceptar tranquilamente la idea de que sólo adquirió luces y poder en los últimos siglos, de que hubo un único momento privilegiado en esta larga aventura, un momento comprendido en la última quingentésima parte del tiempo humano, surgido, a su vez, de una noche oscura de ocho millones de años.

Y si, como opina Leakey, el homo sapiens aparece con la magia, es decir, con el intento de dominar el mundo visible por medio de fuerzas invisibles, podemos considerar nuestros dos siglos de tecnología como una de las formas asumidas por la prolongada búsqueda mágica, entre las muchas que se desarrollaron, con éxito o sin él, en el decurso de tiempos inmemoriales. Esta manera de ver la cuestión es, en todo caso, menos fantástica que la manera convencional que presupone dos siglos de revelación en cien mil años de letargo y, en resumidas cuentas, un extraordinario racismo temporal. Es curioso que combinemos con tanta satisfacción la idea de que la última quingentésima parte del tiempo humano nos ha convertido en señores de toda la Humanidad pensante, con la idea evolucionista que liga nuestra ascensión al oscuro proceso general de lo viviente, que hacía salir al reptil de su légamo, y a la química ciega que, añadiendo dos pequeños balones a su débil cerebro, daba origen a los hemisferios cerebrales.

Quizá sería útil para la mente, al menos a modo de ejercicio, considerar las actitudes inversas: situarnos menos excepcionalmente en la historia humana y más excepcionalmente en la historia de lo viviente; pensar que el hombre podría ser una forma estable, capaz de manifestarse en repetidas ocasiones, con éxitos o catástrofes. Este anti-racismo temporal y el sentimiento de que la Humanidad podría ser, en la Tierra y en el Universo, una forma de emergencia estable, un punto final de las energías, la plasmación del eterno empeño del ser en manifestarse, podría influir en la civilización, en la sociedad, y en la moral.

Que el hombre más humilde sea un objeto de valor incalculable. Que la totalidad de los tiempos humanos sea considerada con la mayor predisposición al respeto, a la admiración y al asombro. Si rebuscamos en el almacén de las doctrinas no admitidas, encontramos una bastante adecuada: el humanismo.

Para acceder al Capítulo II y siguientes, activar el enlace que se indica.
http://es.scribd.com/doc/6763704/La-Rebelion-de-Los-Brujos

INFORMACIÓN SOBRE Louis Pauwels
http://es.wikipedia.org/wiki/Louis_Pauwels


INFORMACIÓN SOBRE Jacques Bergier
http://es.wikipedia.org/wiki/Jacques_Bergier


INFORMACIÓN SOBRE El retorno de los brujos
http://www.bibliotecapleyades.net/retorno_brujos/retorno_brujos.htm


INFORMACIÓN SOBRE La rebelión de los brujos
http://www.bibliotecapleyades.net/retorno_brujos/rebelion_brujos.htm




INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA: Vídeos recomendados

Título: Charles Hoy Fort, gran recopilador de fenómenos inexplicables, misterios, y sucesos extraños, generalmente llamados "fenómenos fortianos" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo I)


Título: Antonio Ribera i Jordà, pionero de la ufología en España - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo II)


Título: Erich Anton Paul von Däniken, impulsor del "Creacionismo alienígena" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo III)


Título: Graham Hancock, impulsor de la conjetura conocida como "Teoría de la Correlación de Orión" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo IV)


Título: Thor Heyerdahl, célebre por la expedición Kon-tiki de 1947 - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo V)


Título: Jacques Fabrice Vallée, importante personaje en el estudio del fenómeno OVNI, y defensor de la legitimidad científica de la Hipótesis Extraterrestre y de la Hipótesis Interdimensional - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo VI)


Título: Richard Erskine Frere Leakey, paleontólogo, arqueólogo, ecologista, político, mundialmente famoso por el descubrimiento de fósiles homínidos e instrumentos-herramientas de millones de años de antigüedad, y autor del muy interesante libro titulado "La formación de la Humanidad" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo VII)


Título: Joseph Banks Rhine, pionero de la parapsicología - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo VIII)


Título: Charles Berlitz, escritor estadounidense muy respetado en cuanto a la temática Ovni, y en cuanto a cuestiones sobre civilizaciones antiguas y sobre fenómenos extraños-inexplicables - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo IX)


Título: Andreas Faber-Kaiser, ufólogo germano-español quien fue director y editor de la revista paracientífica « Mundo Desconocido », y quien además es conocido por desarrollar y apoyar tesis heterodoxas alternativas vinculadas con importantes afirmaciones religiosas - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo X)


Título: Harry Price, el gran "caza fantasmas" del siglo XX, investigador y escritor sobre hechos paranormales - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XI)


Título: Robert K. G. Temple, investigador sobre los dogones, escritor estadounidense conocido por su controvertido libro "The Sirius Mystery" ("El Misterio de Sirio") - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XII)


Título: Pierre Teilhard de Chardin, el investigador jesuita, paleontólogo y filósofo francés que aportó una muy personal y original visión de la evolución - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XIII)


Título: Juan José Benítez, periodista español conocido por sus trabajos en ufología y por su serie de novelas "Caballo de Troya" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XIV)


Título: Salvador Freixedo, filósofo, teólogo, psicólogo, escritor, investigador del fenómeno OVNI y de su relación con el fenómeno religioso y con la historia humana - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XV)


Título: Jacques Bergier, ingeniero químico, alquimista, espía, periodista, escritor francés de origen ruso, y uno de los autores del curioso e interesante libro "El retorno de los brujos" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XVI)


Título: Jean Charles de Fontbrune, escritor francés, exégeta de Nostradamus - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XVII)


Título: Fernando Jiménez del Oso, psiquiatra y periodista español, especializado en temas de misterio y de parapsicología - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XVIII)


Título: Robert Bauval, ingeniero y escritor, estudioso de la egiptología y de las Pirámides de Egipto, se interesó en combinar estas cuestiones con la astronomía y con la historia - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XIX)


Título: Charles Robert Richet, Doctor en Medicina y Doctor en Ciencias, Catedrático de Fisiología en la Facultad de Medicina de París, e incansable investigador sobre los poderes de la mente - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XX)


Título: Joseph Allen Hynek, astrónomo, profesor, y ufólogo estadounidense - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXI)


Título: Michael A Cremo, y su enfoque heterodoxo sobre la evolución humana - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXII)


Título: Peter Kolosimo, escritor, periodista, divulgador científico, gran investigador de los secretos del planeta Tierra y de la evolución del hombre - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXIII)


Título: Robert Charroux, buscador incansable de los misterios de nuestro pasado, maestro del "Realismo Fantástico" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXIV)


Título: Alfred Russel Wallace, conspicuo estudioso de la evolución de las especies, naturalista, explorador, geógrafo, antropólogo, y biólogo británico, conocido por haber propuesto antes que Charles Darwin, una teoría de la evolución en base a la selección natural - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXV)


Título: Germán de Argumosa y Valdés, conferenciante, articulista, escritor, e investigador español, y considerado pionero de la Parapsicología en España - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXVI)


Título: Charles Hapgood, relevante investigador sobre el nacimiento y desarrollo de las diferentes civilizaciones - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXVII)


Título: Félix Zigel, investigador y explorador del suceso de Tunguska - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXVIII)


Título: Sir William Crookes, científico especialista en física y química, y también defensor e impulsor del "Espiritismo Científico" - Vida y obra (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXIX)


Título: Especial Resumen, 150 años de civilización en búsquedas heterodoxas (Serie "La Rosa de los Vientos", Capítulo XXX)


INFORMACIÓN ADICIONAL DESTACADA

Título: "La Rosa de los Vientos", el exitoso e interesante espacio radiofónico que se emite en "Onda Cero", la cadena de radiodifusión española que integra el Grupo Antena 3: Ocultismo, misticismo, heterodoxia, hipótesis extraterrestres
Enlace: http://misteriosdenuestromundo.blogspot.com/2011/08/la-rosa-de-los-vientos.html

2 comentarios:

  1. Es un libro que debo repasar, tiene pasajes sobre todo al final, donde se abusa del divague, pero la Biblia misma, nos enseña, que a ella misma hay que leerla con cautela, ya que en la misma mente humana hay demasiadas cosas que están más allá de nuestra comprensión, pienso que unas hormigas trabajan de acuerdo a un inconsciente colectivo, que rodea a toda esa especie, por eso cuando surge una idea una mirada diferente es la que más palos en la rueda encuentra, recordemos a Galileo, descubrió las lunas de Júpiter, los astrónomos de su época se negaron a aceptar su existencia e incluso a mirar esos satélites, pues estaban en conflicto con las creencias aceptadas, lo aceptado es quizás lo que impone la naturaleza más elemental, tiene siempre razón la naturaleza o el cosmos? hago una breve apología positiva del libro, que también me trae el nombre de Carl Sagan, y todo parece tener una relación con otra entrada de este blog, referente a vida en otras partes del universo, sí, todo parece ser un solo mapa, complejo y relacionado; a una radiante estrella, la arrastra un río (agujero) negro, el agua parece más liviana, y con tesón se lleva los guijarros, que toman formas y se adaptan, parecen saber su final, arena, polvo, y quien diablos encuentra su identidad, pero escudriñar y averiguar estas razones, es noble pasión en muchos. Saludos. jorge

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  2. Hola, se puede leer mas acerca de libro La rebelion de los Brujos, y de la coleccion en Coleccion otros mundos

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