viernes, 28 de marzo de 2014

Plutón destronado como planeta: Correcta recatalogación para algunos, y muy injusta medida para otros


Controversia entre astrónomos en relación a la definición de planeta: Avance para unos, nostalgia por el retroceso para otros


Los planetas del Sistema Solar actualmente reconocidos son ocho. Véase la imagen arriba, donde a escala se representa al Sol y a los principales cuerpos que giran en torno a él. Ceres es un asteroide considerado hoy día como planeta enano. Plutón junto con Haumea, Makemake, y Eris, actualmente son considerados planetas enanos.

Son muchos los astrónomos que extrañan al descalificado Plutón. Calculada su existencia por Percival Lowell en 1915, y también por el Profesor William Henry Pickering, fue finalmente descubierto fotográficamente por Clyde William Tombaugh el 18 de febrero de 1930.

Y resultó rápidamente asimilado al Sistema Planetario  como el noveno componente.

Su órbita, tan inclinada con respecto al plano de la eclíptica (unos 17 grados), entrecruza la de Neptuno.

Y esto, sumado a que su superficie reflejaba muy poco la luz solar, le hizo asumir caracteres enigmáticos.

Un grupo de astrónomos, coincidentes todos en las peculiares anomalías de tal astro, lo hizo retirar de la categoría "planeta", para convertirlo en una roca helada de segundo orden.

Lo rebautizaron como "planeta enano", creando así una nueva categoría de astros planetarios, donde incluyeron a Ceres, el primero de los asteroides (descubierto por el Padre José Piazzi en la primera noche del siglo XIX, el 1 de enero de 1801), y que en principio fuera asimismo considerado como planeta.


En la categoría de "planetas enanos" figuran extraños cuerpos como  Sedna,  Eris, y otros astros transplutonianos, integrantes del denominado "Cinturón de Kuiper".


Relegado como una masa helada y rocosa, Plutón es extrañado por muchos astrónomos. Aunque ciertamente se trata de una ausencia simbólica, ya que el astro está allí, vagando como antes por los considerados "clásicos confines" del Sistema Planetario.

Los investigadores más experimentados lo extrañan. Sienten que se ha decapitado al benjamín de este grupo.

La lista de planetas está ahora conformada por Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, y Neptuno. Son solamente ocho astros y no nueve como antes.

Luego de ser defenestrado ante las cámaras de televisión y medios de difusión escandalosos, ahora el "subplaneta" es espiado en forma vergonzosa por sus detractores, ya que últimamente han sido ubicadas en su zona de influencia, varias lunas o satélites naturales.


A Caronte (el barquero que según los mitógrafos conducía las almas al Hades, o sea el inframundo cuyo dios era el pálido Plutón), satélite descubierto en 1978, se han sumado dos nuevas lunas, Nix (la Noche) e Hidra (el monstruo mitológico de nueve cabezas que enfrentara a Hércules -en griego Heracles- en sus famosos "doce trabajos").



Y sin duda, más cuerpos de reducidas dimensiones, así como grandes rocas, deben ser tributarios del enigmático Plutón.

El 24 de agosto de 2006, en la reunión mantenida en Praga, la Unión Astronómica Internacional, resolvió, después de polémicos debates, retocar el concepto de "planeta". Para que un astro pueda ser considerado como tal, de ahora en más debe reunir tres requisitos:

* Primeramente, debe gravitar libremente en torno al Sol (cosa que Plutón cumple) ;

* En segundo término, debe tener una masa (cantidad de materia) suficiente como para que la fuerza de la gravedad, permita comprimirlo en una forma aproximadamente esférica (cosa que también cumple Plutón) ;

* Pero agregaron un tercer punto, con lo que desbancaron a Plutón de su trono planetario. Para ser considerado Planeta, ahora también se exige que el cuerpo debe haber "limpiado" la zona donde gravita. En otras palabras, debe dominar netamente en la región donde circula en torno al Sol.

Y resulta que Caronte, satélite que permitió conocer la masa de Plutón, es lo suficientemente masivo como para que ambos cuerpos graviten alrededor de un "baricentro", o sea un centro común de gravedad. Y entonces, por no cumplir el tercer requisito, Plutón fue recatalogado como "Planeta Enano".


Pensar que estos "observadores del cielo" se rasgan las vestiduras hablando del canibalismo galáctico...

Pero dejando de lado las especulaciones, personalmente estimo que Plutón, tal como lo conocimos, sobrevivirá manteniendo su importancia.

Gracias a otros astrónomos que han reaccionado contra este cercenamiento, como también a expertos versados en mecánica celeste, el astro continúa siendo tenido en cuenta.


Cuando el conocimiento humano se expanda, y se reconsidere el asunto con mente abierta, Plutón, el satélite Caronte, y los demás cuerpos integrantes del Sistema Plutón, recuperarán el lugar que verdaderamente les corresponde.

Por ahora, los planetas son ocho. Es poco decir, si se les compara con los más de mil, que han sido descubiertos orbitando alrededor de otros lejanos soles.

En el Cosmos hay un sillón vacante en nuestro sistema solar. Pero personalmente estimo, que no será por mucho tiempo.


Galería de imágenes

Instantánea del Prof. Carlos Brunetto junto a un grupo de alumnos, en la biblioteca del
Ateneo de Montevideo (año 2013)

Representación artística (fuera de escala) de algunos planetas del sistema solar
En primer plano, la Tierra y su Luna

Representación artística de Plutón y Caronte

Dos categorías de planetas

Representación de algunos objetos transneptunianos (a escala)

Galería de descubridores

James Walter Christy, descubridor de Caronte en 1978

James Christy (izquierda) y Robert Harrington en 1978

Clyde William Tombaugh, descubridor de Plutón en 1930


Percival Lowell, astrónomo que incansablemente buscó un hipotético planeta más allá de la órbita de Neptuno


Giuseppe Piazzi, quien en 1801 localizó a Ceres, que gravita alrededor del Sol entre Marte y Júpiter


William Henry Pickering, otro astrónomo estadounidense que mucho se interesó en los objetos transneptunianos


Lecturas recomendadas


domingo, 23 de marzo de 2014

Historias de asesinos seriales : Jack el Destripador, el monstruo de Londres


El asesino de Whitechapel, un criminal sin rostro


   En las postrimerías del siglo XIX Londres, capital de Inglaterra, se erigía como la metrópoli del mayor imperio mundial de esa época. La zona más paupérrima de la gran urbe la conformaban los barrios bajos del sector este londinense, el llamado “East End”. Este último era considerado un ámbito marginal en abierta oposición al “West End” donde se congregaba la clase alta inglesa. Dentro del territorio del East End se ubica el distrito de Whitechapel (capilla blanca) con sus barrios pobres y conflictivos.

   Dicho sector de la ciudad configuró el terreno que sirvió de coto de caza durante un muy restringido período, desde agosto hasta noviembre, durante el otoño europeo del año 1888, a un asesino serial que mató y mutiló con insólito ensañamiento al menos a cinco mujeres.

   El impacto que tal matanza ejerció sobre la sociedad victoriana fue tremendo, al extremo de que hizo volver la atención de las clases privilegiadas y del resto de la población a la problemática de la marginalidad y la miseria entonces imperante en los suburbios de Gran Bretaña.

   No existe certeza si el psicópata perpetró más crímenes que los cinco que tradicionalmente se le adjudican, y tampoco se sabe si ejecutó algún homicidio fuera de los márgenes de Whitechapel y sus barrios aledaños, puesto que no hay registros firmes sobre asesinatos llevados a cabo con igual modus operandi por aquel tiempo en otros rincones de la gran isla británica.

   Por tal razón los especialistas en el asunto –los denominados “ripperologos”- mantienen cierto consenso al estimar que las mujeres eliminadas a manos del maníaco resultaron cinco. Aquí se sigue la opinión pronunciada por el Inspector de Scotland Yard, contemporáneo a los sucesos, Sir. Melville Macnaghten, quien con enfática redundancia declaró que el Destripador había cobrado “cinco víctimas, y nada más que cinco”.


   No obstante, aunque se evade del modelo delictual que en los posteriores homicidios se diseñaría, otro de sus asesinatos podría haber sido el consumado contra la meretriz de treinta y nueve años Martha Turner, también conocida como Martha Tabran o Tabram por su apellido de casada, la cual fue ultimada mediante treinta y nueve cortes inciso punzantes asestados entre la noche del 6 de noviembre de 1888 y la entrante madrugada del día 7.

   No hubo destripamiento en dicha oportunidad, y las heridas inflingidas difieren de las que se infirieron en los casos venideros. En especial, estaba ausente el degollamiento que de izquierda a derecha del cuello se provocada a las asesinadas, preludio de la evisceración que era practicada sobre los cadáveres, y que se consideró como la “marca de fábrica” del matador.

   Corrió el pertinaz rumor de que este crimen pudo haber sido ocasionado por uno o más integrantes de bandas de rufianes que amedrentaban a las meretrices reclamándoles dinero. De tales pandillas, la conocida indistintamente por los motes de “The Nichols Boys” o “The Old Nichols” era conceptuada la más peligrosa y violenta que operaba en aquel suburbio, por lo que fue objeto de indagatoria y estrecha vigilancia por parte de la policía.

   De todos modos, aunque la muerte de la infortunada Martha pudiera haberse debido a la intervención de canallas como éstos, tampoco se descarta que el suyo constituyera el inicial crimen protagonizado por la figura anónima que más adelante se erigiera en el homicida serial destinado a adquirir mayor renombre en la historia.

   La masacre se llevó a término en medio de un frenético acuchillamiento donde el criminal no le sustrajo órganos al cadáver ni –en apariencia- practicó sobre éste ninguna clase de ritual. A pesar de ello, hay autores que igualmente estiman con fundados argumentos que Martha Tabram habría representado la primera presa humana del psicópata al que luego se bautizara con el seudónimo de “Jack el Destripador”, pues se conjeturó que ese primigenio episodio hizo las veces de un ensayo para el asesino, y en todo ensayo a menudo se cometen errores, ya que:

       “…ni la práctica ni las estrategias garantizan una actuación perfecta. Los errores ocurren, sobre todo en el estreno, y el que cometió Jack el Destripador en su primer asesinato fue propio de un aficionado…”
Consultar referencia: Patricia Cornwell, 'Retrato de un asesino, Jack el Destripador, Caso Cerrado', traducción de María Eugenia Ciocchini, Ediciones B grupo Z, Barcelona, España, pág. 40.


   Otro homicidio del que cabe dejar constancia, y al cual en la época de acontecer estos crímenes se lo reputó como serio candidato a haber sido el inicial asesinato del mutilador, fue el concretado contra una veterana prostituta alcohólica de cuarenta y cinco años llamada Emma Elizabeth Smith.

   Esta persona devino brutamente atacada en circunstancias confusas el 3 de abril de 1888 -presuntamente por una pandilla de malhechores como los citados “The Old Nichols” que explotaban a estas mujeres exigiéndoles dinero en pago de la “protección” que les daban, y su óbito se produjo en el Hospital de Londres de Whitechapel Road el día siguiente al de la agresión que sufriera, falleciendo como consecuencia de una peritonitis originada por gravísimas heridas que incluyeron la salvaje introducción de un palo, botella o instrumento similar en su vagina.

   Pero, la primera víctima “oficial” e indiscutida de Jack el Destripador la constituyó Mary Ann Nichols, conocida en su ambiente con el apodo de “Polly”, cuyo deceso acaeció durante la noche del 31 de agosto de 1888. Su cadáver, encontrado en plena acera, exhibía un amplio tajo en la garganta acompañado de profundas heridas que habían atravesado su abdomen y su región genital, dejando al descubierto sus vísceras.

   Polly Nichols era una prostituta alcohólica que había experimentado tiempos mejores, pero a su cuarenta y dos años iba rumbo a un destino declinante y malvivía pernoctando en míseras pensiones. La última de las que habitó se asentaba en pleno corazón de Whitechapel, en la calle Thrawl, a escasos metros de donde terminaría tan trágicamente su existencia; la noche en que perdiera la vida, en particular, había sido expulsada por su casero por no contar con los cuatro peniques necesarios para abonar el precio que por día costaba una cama.

   Esa víspera le comentó a una compañera de oficio que había obtenido tres veces el importe preciso para pagarse la estadía, pero que había preferido gastárselo en comprar ginebra. Sin embargo, estaba dispuesta a hacer un último intento y estaba segura de tener éxito, por lo que se arregló sus modestas vestimentas lo mejor que pudo, y jactándose de lo bien que le quedaba el sombrero nuevo que esa noche estrenaba aseguró que pronto conseguiría el dinero con el cual alquilar la habitación.

   Le pidió al encargado de la pensión que le reservara una cama porque en breve regresaría con la suma debida para pagarla, y salió de allí con paso inseguro a causa de la ingesta del alcohol que saturaba su organismo a esa altura de la noche. No podía imaginar, por cierto, que le estaba deparada una muerte atroz a poco de caminar unas escasas cuadras.

   El mutilado cadáver de Polly fue descubierto cerca de las 3.45 de la madrugada del 31 de agosto de 1888 por el agente John Neil mientras cumplía su patrullaje de rutina por la zona de Bucks Row. En este caso, llamó la atención la escasa cantidad de sangre percibida a su alrededor y lo seco que estaban su cuerpo y sus ropas, pese a la lluvia que había caído en la noche del crimen. Pero se trató de simples conjeturas y rumores que ni siquiera fueron relacionados en la ulterior instrucción sumarial que al efecto se levantara.

   La instrucción judicial culminaría con una declaración del jurado convocado a tales fines, en la cual se dejó constancia de que la occisa había perdido la vida a manos de persona o personas desconocidas. Esta misma conclusión se repetiría como una letanía en los próximos sumarios que las venideras muertes irían a provocar.

   El segundo homicidio incuestionable de esta vesánica saga tuvo efecto el sábado 8 de setiembre de 1888, en cuya madrugada el cadáver de Annie Chapman, de cuarenta y siete años, a quien sus allegados llamaban “Annie la Morena” fue hallado frente al patio trasero de una casa de inquilinato sita en el número 29 de la calle Hanbury, lugar frecuentemente utilizado por las meretrices para ejercer el comercio sexual.

   Esta desdichada era de baja estatura y obesa, aunque en realidad no estaba bien nutrida y, además, sufría los estragos de una enfermedad pulmonar grave tan avanzada que el médico forense examinante dejaría constancia en su reporte que la difunta estaba destinada a fallecer en los próximos meses a consecuencia de ese mal por más que no hubiera entrado en escena su victimario. Había estado casada y tenía dos hijos. Abandonada por su marido a raíz de su afición a la  bebida, hacia trabajos ocasionales para sobrevivir como vender flores y labores de ganchillo en ferias vecinales y, ocasionalmente, cuidaba ancianos. No obstante, la necesidad la forzaba a prostituirse y, al igual que sucedía con las otras víctimas, pernoctaba en albergues de la peor catadura.

   La persona destinada a encontrar su cuerpo sin vida fue John Davis, un mozo de cuadra que vivía en la referida casa de inquilinato. Cuando salió de la pensión rumbo a su trabajo en el mercado de Spitalfields se llevaría la muy ingrata sorpresa de toparse con el desfigurado cadáver de la mujer yaciendo sobre el suelo del patio, a medio camino entre la casa y la valla.

   El cuello de esta difunta aparecía seccionado de forma similar a la de la anterior victima, pero en este caso exhibía incisiones tan hondas y salvajes que daban a entender que el maniaco había tratado de decapitarla. Asimismo le habían practicado la extracción del útero y de porciones de la vejiga y la vagina.

   El violento final de Annie la Morena, operado sólo una semana después de tener efecto el similar homicidio de Polly Nichols incrementó grandemente el temor y la zozobra entre los habitantes de los barrios bajos, quienes intuían que un mismo sujeto era el culpable de los desmanes, y que de seguro los volvería a repetir a menos que fuese aprehendido.

   Luego de ocurridos estos trágicos sucesos, un grupo compuesto inicialmente por dieciséis comerciantes del East End se reunió para dar génesis al que dio en llamarse Comité de Vigilancia de Whitechapel, el cual tuvo por Presidente al empresario constructor Mr. George Alkin Lusk.  A cargo de estos animosos ciudadanos se emprendieron patrullajes nocturnos por las callejuelas próximas a donde se habían concretado los crímenes, proporcionándose de tal suerte un inesperado apoyo civil a la labor de la policía.

   A todo esto, el responsable de tanta conmoción todavía no era reconocido por la prensa bajo el mote o alias que con el correr del tiempo le reportaría su histórica notoriedad, sino que simplemente era designado bajo el más modesto rótulo de “Asesino de Whitechapel”.

   Otro acontecimiento digno de destaque que se verificó luego del atentado contra Annie Chapman fue que la policía detuvo en calidad de sospechoso a un zapatero de procedencia hebrea llamado John Pizer, al cual el periodismo motejó “Delantal de Cuero” por la prenda que usaba para ejercer su oficio. Algún tiempo más adelante este hombre fue puesto en libertad por insuficiencia de pruebas en su contra, e incluso le ganó a un periódico local un juicio por difamación, obteniendo así una indemnización de modesto monto.

   Los homicidios tercero y cuarto de la serie indiscutida tuvieron lugar ambos durante la madrugada del 30 de septiembre de aquel fatídico año, y estuvieron separados por un lapso temporal de menos de una hora. A los luctuosos hechos verificados aquella noche se los calificó con el nombre de “el doble acontecimiento”.

   La mujer de origen sueco apodada “Long Liz”, de cuarenta y cinco años, cuyo apellido de soltera era Gustafsdotter, pero a la cual se la conocía por su nombre de casada –Elizabeth Stride- fue hallada muerta con el característico profundo corte infligido de izquierda a derecha de su cuello. Su cuerpo exánime yacía tendido en un oscuro pasaje próximo a la entrada de un local político situado en la calle Berner.  Al momento de cometerse el letal ataque se celebraba en ese club una reunión que venía concluyendo, tal como era la costumbre, en medio de alegres canciones de corte socialista entonadas por los participantes.

   Según toda la apariencia, esta vez el ejecutor no dispuso de tiempo suficiente para saciar su sed mutiladora, tal vez al resultar interrumpido por la presencia de un ocasional transeúnte.

   Este crimen o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, habrían sido presenciados por testigos. Entre éstos corresponde destacar a Israel Schwartz, quien extrañamente no depuso en el sumario instruido tras el homicidio, sino que sus declaraciones sólo devinieron reproducidas por la prensa mediante publicaciones de los periódicos Star y Evening Post.

   Este deponente habría observado desde el extremo opuesto de la calle a un hombre que abordaba a una mujer parada junto al portillo del patio. Aquel sujeto arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la metió en el callejón a empujones.

   De acuerdo recordaba el declarante: “la mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte”. El agresor cifraba alrededor de treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más interesante de esta declaración consiste en que Schwartz aseguró que casi al mismo tiempo un segundo individuo salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último hombre aparentaba tener unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con elegancia, a diferencia del sujeto que atacó a Elizabeth Stride.

   El agresor se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extrajera, y para alejarlo le espetó en son de amenaza: “¡Lipski!”. Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el pasado año había asesinado a una anciana en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron prudentemente de allí, y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de “Long Liz”, cuyo degollado cadáver sería descubierto minutos después por el conductor de un pony.

   Se considera que el testimonio antes referido fue el más certero de todos aquellos que describieron la fisonomía del asesino. Abona tal opinión una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida al citado deponente por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase “Te creíste muy listo cuando informaste a la policía”, le advirtió que se equivocaba si pensaba que no lo había visto, y concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa o si ayudaba a la policía de cualquier manera.

   ¿Y qué había sido el criminal entre tanto?

   Sabemos que interrumpido en su sanguinaria faena salió prestamente en busca de una nueva víctima con la cual saciar su frenesí mutilador, sin reparar en los crecientes riesgos de ser atrapado.

   Tras ejecutar su primer ataque de aquella noche el psicópata se encontraría con Catherine Eddowes de cuarenta y tres años, eliminándola con más saña aún que la empleada en situaciones anteriores. También aquí el inicial acto homicida consistió en el clásico corte profundo inferido de izquierda a derecha en la garganta de la occisa, pero luego de degollarla perpetró una verdadera carnicería que, aparte del acostumbrado destripamiento, incluyó barbáricas amputaciones faciales.

   A escasas cuadras del escenario fatal se localizó tirado encima de la vereda un trozo de delantal empapado en sangre perteneciente presuntamente a esta finada, y que el matador habría usado para limpiarse las manos.

   En la pared que daba frente a donde se había arrojado la prenda se podía leer una inscripción trazada con tiza blanca cuyo texto contenía una extraña alusión a que los judíos serán los hombres a los que no se culpará por nada. La interpretación a otorgarse a ese graffiti victoriano determinaría interminables discusiones que aún al presente subsisten, y que dieron origen a las hipótesis más variopintas.

   Muy llamativa resultó igualmente la circunstancia de que el criminal, tras atacar a Elizabeth Stride, haya salido de la jurisdicción de la Policía Metropolitana para internarse dentro del ámbito de competencia reservado a la llamada “Policía de la City” londinense. Cabe preguntarse si tal actitud fue deliberada para generar confusión en las fuerzas del orden.

   Una vez apagados los ecos del doble crimen se produjeron dos situaciones peculiares. En primer lugar, la prensa arreció concediendo gran difusión al tema de los asesinatos, el cual paso a ser tapa de portada en la mayoría de los casi doscientos periódicos que entonces se publicaban en el país. El pánico de los habitantes del distrito, aunado al sensacionalismo creciente que tomaba el caso, comenzaría lentamente a forjar una historia con ribetes legendarios.

   Por si algo le había faltado a la trama, ahora había adquirido estado público el apodo del hasta entonces anónimo matador. Y es que el pegadizo mote de Jack el Destripador fue determinante para asentar la fama de la cual gozaron estos crímenes. En nuestra época a esto lo llamaríamos marketing. No cabe dudar que de no haber sido por el inspirado nombre con que este asesino se bautizó –o fue bautizado por otros- sus crímenes, pese a lo espantosos que fueron, hubiesen quedados relegados en el olvido, siendo opacados por la numerosa cantidad de víctimas acumuladas por homicidas seriales de tiempos más modernos.

   En segundo orden, parecía estar operándose un intervalo. No se sumaban nuevos crímenes. El culpable parecía replegarse y descansar.

   Ahora, cuando más inquietud se había generado en la población y el brumoso perfil del matador de prostitutas empezaba a cobrar forma en la imaginación colectiva; ahora, cuando el anodino asesino de Whitechapel había sido sustituido por el muy concreto Jack el Destripador, el criminal dejaba de golpear y se esfumaba.

   Ningún homicidio con su sello se verificó durante el mes de octubre de 1888 en Whitechapel, y tampoco en el resto de Inglaterra. Hasta quedaba la sensación de que el psicópata estaba deliberadamente creando un clima de suspenso para fomentar en su público la mayor expectación posible. O tal vez se había vuelto más cauteloso a medida que percibía cómo se iba acentuando la posibilidad de ser atrapado.

   El despliegue policial no tenía precedentes. Se requisaron las casas, tabernas y pensiones del distrito. Los miembros civiles del Comité de Vigilancia cooperaban patrullando día y noche por las calles más peligrosas. Los afiches con el texto y las letras de las cartas que presuntamente Jack había enviado a la prensa y a la policía se reproducían en las comisarías y en distintos lugares del Reino Unido.

   Hasta se había llegado a recurrir al uso de perros de caza puestos a la orden de las autoridades para perseguir al homicida tras olfatear la sangre de una nueva víctima. El 11 de octubre de 1888 el mayor jerarca policial de Inglaterra, Sir. Charles Warren, intervino en un simulacro realizado en plena vía pública con los dos mejores sabuesos del país “Barnaby” y “Burgho”, donde se puso a prueba la capacidad de estos animales para perseguir pistas a través de la ciudad. Sin embargo, los canes perdieron el rastro del señuelo y el resultado del experimento fue más bien decepcionante.

   De cualquier forma, y aunque dando palos de ciego, se volvía evidente que la cacería se hallaba en su pleno apogeo.

   ¿Presintiendo su aprehensión, se habría acobardado Jack el Destripador? ¿Cambiaria al menos de escenario, buscando uno menos riesgoso donde proseguir con sus ataques?

   Pronto la población saldría de dudas.

   Así fue que en los primeros días de noviembre de aquel año toda Gran Bretaña se vería estremecida al enterarse que había tenido efecto uno de los asesinatos más horrorosos e indignantes de sus registros criminales.

   La orgía de sangre desatada por el psicópata llegaría a su paroxismo con el crimen de la más joven y atractiva de sus víctimas, Mary Jane Kelly, de veinticinco años, a la cual literalmente descuartizaría dentro del interior de una miserable chabola sita en el número 13 Miller´s Court durante la madrugada del 9 de noviembre del trágico otoño de 1888.

   Mary estaba atrasada en el pago del cuchitril que arrendaba, y en el cual había convivido hasta apenas unos días atrás con un cortador de pescado del mercado de Bishopsgate y peón ocasional de nombre Joseph Barnett, pero el hombre se retiró de la vivienda porque, a estar a la versión que luego suministró a la policía, su novia había llevado a vivir con ella a una prostituta.

   En realidad no se supo si María Harvey -que así se llamaba esta mujer- era una meretriz o se ganaba la vida trabajando como lavandera. Y tampoco quedó nunca aclarado si ésta mantenía con Jeannette Kelly una relación lésbica, como se ha sugerido. Antes de hacer abandono del lecho de su concubina Barnett había protagonizado con ella varias peleas, y en una de esas refriegas se arrojaron toda clase de objetos, rompiendo el vidrio de la ventana contigua a la entrada.

   De acuerdo con la versión proporcionada por aquel ex concubino, habían perdido la llave de la única puerta de ingreso y adoptaron la costumbre de abrirla desde adentro, introduciendo la mano por la hendidura del vidrio quebrado. La desaparecida llave del triste hogar de esta atractiva víctima representó un gran misterio, puesto que al suceder el crimen, la habitación se hallaba cerrada por dentro y fue preciso derribarla para dar ingreso a los policías y médicos forenses.

   El mutilado cadáver tuvo por descubridor a Thomas Bowyer, conocido como “Indian Harris”, por tratarse de un militar retirado del ejercito inglés de India, quien mejoraba los ingresos de su magra jubilación trabajando como empleado de comercio al servicio del dueño de las miserables habitaciones ocupadas en su mayoría por mujeres de la vida como la difunta Kelly.

   Alrededor de las 10.45 de la mañana del domingo 9 de noviembre de 1888 el dependiente se apersonó al número 13 de Miller´s Court para tratar de cobrar la renta adeudada. Afuera podía oírse el jolgorio de un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, título que recibe el Alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. El cobrador golpeó la puerta con sus nudillos. Como sus llamadas no obtuvieron respuesta, descorrió la cortina que cubría la ventana y escudriñó a través del hueco del vidrio roto para comprobar si la inquilina estaba adentro y fingía no oírlo.

   El macabro hallazgo que Mr. Bowyer tuvo la desgracia de hacer resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial.

   Sobre la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Solo llevaba puesto un menguado camisón que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su cuerpo. Su estómago lucía abierto en canal y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y sobre la mesa de luz.

   El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quien fue corriendo al comercio donde se encontraba el arrendador de la víctima, su patrono John Mc Carthy, y le comunicó la terrible novedad. Ambos regresaron a la pensión y, atisbando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño mandó a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial mientras él se quedaba montando guardia. Al rato arribaron los Inspectores Beck y Abberline y el Superintendente Arnold. También se llamó al médico forense Phillips.

   Ninguno de los policías se decidía a impartir la orden de forzar la entrada para acceder a la escena del crimen, pues se aguardaban instrucciones de Sir. Charles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que se supo la sorprendente novedad de que el Jefe Supremo había presentado su dimisión aquella misma mañana.

   A las 13:30 el Superintendente Arnold asumió finalmente la responsabilidad de mandar quitar la ventana para desde allí tomar fotografías al interior del cuarto. Luego de efectuada esta tarea, se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso, lo cual éste hizo valiéndose de una piqueta.

   ¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!, exclamó Mr. John Mc Carthy, al deponer en el sumario subsiguiente, dejando constancia de la terrible impresión que le produjo el monstruoso hallazgo que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.

Galería de imágenes


Clásica imagen cinematográfica de Jack the Ripper


Mary Ann Nichols:
Primera víctima de indiscutible autoría de Jack el Destripador


Mary Jane Kelly:
última “víctima canónica”
sobre cuyo cadáver el asesino actuó con mayor saña


Víctimas “canónicas”: Liz Stride, Annie Chapman, Poly Nichols, Kate Eddowes
Víctima eventual: abajo en el último recuadro, fotografía mortuoria de Frances Cole


Alegoría representando el horror generado
por las mutilaciones inflingidas en Whitechapel


Israel Schwartz:
quien brindó la más fiel descripción del criminal


Lista de otros artículos

Introducción general /  Historias de asesinos: Una temática muy lamentablemente recurrente y actual

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viernes, 21 de marzo de 2014

Historias de criminales seriales: Burke y Hare, los traficantes de cadáveres


La increíble historia de unos profanadores de cadáveres

   La crónica criminal británica registra desde siglos atrás una anécdota tan estrafalaria que parece extraída de un cuento de ciencia ficción. Sin embargo, se trató de hechos reales: los antiguos y sórdidos crímenes consumados por Burke y Hare, dos profanadores de cadáveres que llegaron al colmo de asesinar para así aprovechar los cuerpos de sus desgraciadas víctimas, cuyas partes trozaban y vendían en forma clandestina a entidades médicas.

   Se ha dicho que estos pérfidos ultimadores configuraron un ominoso antecedente de Jack el Destripador, y que si hubiesen emprendido sus fechorías en el Londres de la Reina Victoria habrían superado en celebridad al mutilador victoriano.

   Algunos hechos conspiraron para que dichos delincuentes no alcanzaran más funesta notoriedad de la que gozaron. Sobre todo, les restó perdurable renombre su origen, ya que eran norirlandeses y no británicos. Además, no perpetraron sus desmanes en suelo de Inglaterra sino en Edimburgo, Escocia.

   Y, por último, a diferencia de las matanzas del Ripper, los asesinatos cometidos por estos individuos no denotaban ostensible intención de escandalizar –no se descubrían cadáveres destripados yaciendo sobre las aceras- sino que en vez de desembarazarse de los cadáveres de sus víctimas los vendían a la facultad de medicina de la universidad de Edimburgo donde un tercer personaje, el doctor Robert Knox, adquiría codiciosamente, para utilizarlos en sus clases de anatomía, esos curiosos cuerpos sin vida que cada día parecían más frescos.

   William Burke y su homónimo William Hare eran dos jóvenes que habían arribado, cada uno por su lado, a la ciudad escocesa de Edimburgo procedentes de Ulster, Irlanda, en el año 1818. Ambos hombres trabajaron como obreros en el muelle que años más tarde sería denominado “Canal de la Unión”

   Burke conocería en una taberna a su futuro socio y a la esposa de éste, Margaret Log, en el correr de 1827, y a partir de ese encuentro el matrimonio lo invitó a quedarse a vivir en la casa de huéspedes que por aquel entonces regentaba la mujer: La “Log Lodging”, de ulterior lúgubre fama. La cónyuge de Burke, una chica de nombre Helen Mc Dougal, se hizo buena amiga de los Hare y, posteriormente, pasaría a integrar la banda de rufianes.

   La inicial presa humana cobrada por el letal binomio la habría constituido un viejo soldado de apellido Donald – o Desmond, según otras versiones-

   Empero, no hay absoluta certeza de que aquel individuo deviniese ultimado por la pareja de delincuentes para sacar rédito de sus restos mortales; y enfrentados a su proceso penal los acusados negaron rotundamente haber provocado ese deceso en concreto alegando que Donald-Desmond expiró como producto de la grave hidropesía que desde mucho antes lo aquejaba, y que descubrieron su cuerpo exánime yaciendo sobre el lecho de la habitación que el inquilino rentaba en la pensión propiedad de Mrs. Log. Pretendieron que recién entonces fue que forjaron en su mente el proyecto de apropiarse del cadáver con la finalidad de comercializarlo.

   Al parecer, el occiso venía muy atrasado en el abono de los alquileres de la pieza que ocupaba. La convicción de que ese débito jamás sería saldado azuzó la indignación de sus arrendadores, a quienes no se les ocurrió mejor manera de  resarcirse que trasladar al finado hasta el depósito de cadáveres local a fin de ofrecerlo en venta a su conocido el profesor Knox, connotado anatomista que impartía sus consultas en el número 10 de Surgeons Square.

   En la morgue fueron atendidos por los ayudantes del experto, los cuales les indicaron que la transacción no podía concretarse allí sino que debían acudir al consultorio clínico del galeno acarreando al tieso organismo del anciano durante horas de la noche.

   El inicial pago embolsado por los traficantes se elevó a la suma de siete libras esterlinas y diez chelines, cantidad nada despreciable teniendo en cuenta la época.

   Este dinero percibido con tanta facilidad les estimuló la ambición, y a partir de aquel momento no vacilaron en transformar en cadáveres a personas vivas para así volver a obtener una y otra vez su recompensa monetaria. Se rumoreó que por lo menos dieciséis infelices perecieron a raíz de la fría eficacia desplegada por los sanguinarios socios, aunque sus condenas les recaerían por una cifra inferior de muertes.

   Al parecer no se decidieron enseguida a ingresar a la fase de ejecución de seres humanos sino que desenterraban cadáveres recientemente sepultados en el cementerio de la ciudad y los ofrecían a modo de material de examen clínico. Empero, el deplorable estado de esos cuerpos determinó que les pagaran montos ínfimos a cambio de su entrega o que, lisa y llanamente, los mismos fueran rechazados por el consultorio médico. Para colmo, no era nada fácil hacerse de tales fiambres, pues había mucha custodia en los cementerios escoceses por aquellos tiempos cuando la práctica de robar en esos lugares santos se hallaba en auge.

   Los traficantes llegaron a la conclusión de que correr tantos riesgos y fatigas por cosechar tan magros frutos carecía de sentido, y que sólo les quedaba una forma de tornar rentable su funesta actividad: el homicidio.

   En cuanto refiere a los asesinatos inequívocamente acreditados, en la ulterior causa judicial se supo que el primigenio crimen –de acuerdo confesaron los responsables tras ser interrogados por sus captores- devino el inferido contra un humilde molinero de nombre Joseph, habitual huésped de la finca de inquilinato de Mrs. Hare. Aquel hombre se vio invadido por una intensa fiebre que lo condujo al delirio, y a la cual puso término abruptamente William Burke asfixiándolo con una sábana. La maniobra de estrangulación practicada por este ultimador pasaría a la historia forense con el calificativo del “Método Burke”.

   A Joseph le acompañaría en fatídico destino un inglés oriundo de Cheshire que también tuvo la desgraciada idea de enfermarse en el interior del tenebroso hospedaje. Hare hizo llamar al “doctor” Burke, quien presto asistió a la habitación del debilitado convaleciente y le aplicó el mismo riguroso mecanismo de sofocación.

   Los cadáveres eran transportados raudamente hasta el consultorio del cirujano donde los criminales recibían con regularidad la correspondiente retribución financiera a cambio de sus entregas de cuerpos frescos.

   El siguiente asesinato no fue concretado dentro de la residencia de huéspedes sino en la vivienda de Constantine Burke, hermano del matador, y se llevó a efecto contra una meretriz adolescente de apenas quince años a la cual William Burke abordó en un bar y luego invitó pasar la velada en la finca de su hermano –la cual se hallaba libre en esa ocasión- donde la embriagó con facilidad. Tras ello, y capitalizando la somnolencia que embargó a la muchacha como producto de la borrachera, procedió a asfixiarla igual que hiciera con los precedentes difuntos.

   El próximo crimen devendría aún más escalofriante que los anteriores si se atiende a que se verificó en perjuicio de un subnormal, el cual se encontraba plenamente conciente en los instantes cuando fuera brutalmente atacado.

   Jaime Wilson era un muchacho que contaba con diecinueve años, muy corpulento pero afectado por una notoria tara. Al desempacarse su inerte organismo en el consultorio donde impartía sus clases de anatomía el doctor Knox, varios estudiantes lo reconocieron y -pese a que se negó de plano la identidad atribuida- la desaparición del vagabundo de las calles de Edimburgo determinó al cirujano y a sus ayudantes a apresurar la disección antes de que los rumores se expandieran atrayendo a la policía hasta el pabellón quirúrgico.

   El jovencito había sido recogido en una esquina por el mortífero dúo mientras mendigaba. Unos días atrás disponía de techo y comida, pero una pelea con su madre lo había arrojado a vagar y limosnear de puerta en puerta. La esposa de Burke cooperó en lograr que el chico aceptara acudir a la casa de inquilinato valiéndose de la excusa de invitarlo a beber unos tragos. No bien ingresó junto con éste al hospedaje Helen dio un leve pisotón a su marido a guisa de contraseña criminal.

   Minutos después la tirante sábana diestramente manejada por las expertas y fuertes manos de William Burke comenzaría a operar en torno al cuello del desdichado, a quien previamente obligaron mediante la fuerza a colocarse en cuclillas, mientras era sujetado con las manos vueltas a su espalda por la cónyuge del matador y por Hare, los cuales le impidieron ofrecer cualquier resistencia.

   No menos escabroso resultaría el homicidio de la anciana Mary Docherty quien arribó a Escocia procedente de Irlanda en busca de un hijo perdido. Había ingresado a la taberna donde Burke bebía un whisky tras otro, y preguntó a los parroquianos sobre el paradero de aquel hijo, a la vez que pedía limosna. Fingiendo caridad, el asesino la invitó a pernoctar en el hospedaje y la condujo allí dejándola en compañía de su mujer. Después salió en procura de su socio, a quien avisó que esa noche –que era Halloween- tendrían “trabajo”.

   En aquella oportunidad se hallaba también en el hospedaje el soldado James Gray, ocupante de una de las habitaciones, junto con su familia. Al cabo de una alegre velada, donde no escaseó el baile ni el licor, los traficantes le solicitaron al miliciano si podía pernoctar en casa de Hare para que la anciana pudiese dormir aquella noche cómoda en el cuarto por él rentado.

   Gray accedió a la noble petición. A la mañana entrante su cónyuge retornó al alojamiento cedido a fin de llevarse unas ropas de sus hijos, pero fue interceptada por el estrangulador antes de poder ingresar a la pieza.

   La señora intuyó que algo andaba mal pues la actitud del hombre le resultó visiblemente sospechosa, puesto que con torpes excusas aquél le impidió penetrar a la habitación aduciendo que la pobre viejecita aún dormía y no era bueno despertarla. El mortífero Burke estaba borracho y parecía muy alterado.

   La esposa del soldado simuló retirarse, y aguardó oculta afuera hasta asegurarse que el sujeto salía en busca de más whisky. Con el campo despejado, revisó el dormitorio comprobando que se hallaba sumido en completo desorden. Al levantar unas mantas sospechosamente manchadas descubrió, para su horror, que bajo las mismas yacía el destrozado cadáver de Mary Docherty.

   Alarmada ante los gritos de espanto proferidos por la mujer acudió Helen Mc Dougal, quien ofreció pagarle diez libras esterlinas semanales a cambio de no informar del macabro hallazgo a la justicia. Aún sin reponerse, y entre estupefacta e indignada, Mrs. Gray le espetó: “Dios prohíbe que los muertos nos reporten dinero”, y tras esa declaración salió a todo escape rumbo a la estación de policía.

   Sería el final de la carrera criminal de los sádicos.

   William Burke y su mujer cómplice fueron interrogados esa misma tarde. Aún no mediaban pruebas en su contra, pues habían tenido tiempo para esconder los mortales despojos de la extinta. Mientras se encontraban detenidos en la comisaría una denuncia anónima comunicó a las fuerzas del orden el sitio exacto donde se localizaba el cadáver de la anciana en Surgeons Square.

   Muy pronto se atrapó igualmente a William Hare y a Margaret Log aunque, insólitamente, este matrimonio logró salvar su pellejo llegando a un acuerdo con el fiscal y acusando a su socio de constituir el exclusivo responsable de las tropelías. No obstante, estos cómplices a la larga no saldrían tan bien librados. La taberna y pensión de la mujer fue destruida por los indignados vecinos y ella se vio forzada a escapar con destino desconocido.

   Peor aún devendría el destino último de su cónyuge dado que -muchos años después- tras haber emigrado de Escocia hacia Gran Bretaña, y mientras trabajaba en una fábrica de Londres, algunos obreros lo reconocieron como el execrable profanador y decidieron hacer justicia por mano propia. Lo cargaron en vilo y lo lanzaron dentro de un contenedor repleto de cal viva, agresión que le provocó quemaduras tan severas que de resultas de ellas perdería la vista. Concluyó sus días ciego, y varios testigos lo reconocieron deambulando por las aceras de Edimburgo convertido en  pordiosero. Murió en 1860.

   El proceso judicial tuvo su apertura el 24 de diciembre de 1828 y al cabo a Helen Mc Dougal -la esposa de Burke- se le impuso pena de muerte. Apeló y le conmutaron la condena logrando salir libre tiempo más adelante bajo una nueva identidad para evitar la venganza pública.

   En cuanto atañe al ejecutor William Burke, terminó resultando el gran perdedor dentro del equipo de criminales pues se lo condenó a expiar sus culpas pereciendo en el patíbulo. En la tarde del 28 de enero de 1829 fue ajusticiado en la más importante plaza pública de Edimburgo frente a una excitada muchedumbre, y –en cumplimiento de una draconiana sentencia acorde con la época- su cuerpo resultó diseccionado de forma semejante a cómo él tantas veces lo hiciera con sus víctimas pasando, de tal suerte, a servir forzosamente a la ciencia.

   En cuanto atañe al restante participante de este drama, el cirujano Robert Knox, nadie le creyó en sus protestas de desconocer la verdadera procedencia de los cadáveres y de haberlos comprado en beneficio del progreso de la medicina.

   Aún cuando consiguió eludir la aplicación de cargos penales quedó sumamente desprestigiado. Una colérica multitud atacó a pedradas su residencia, y la policía lo salvó por poco del linchamiento.

   Meses más tarde se vio obligado a huir deshonrado de la ciudad, y pasó a ejercer su profesión oscuramente en la localidad de Hackney, donde falleció en el correr del año 1862.

Galería de imágenes

Litografía con la imagen de los profanadores de cadáveres

Ejecución pública de William Burke

Facsímil de la época informando sobre la captura del dúo criminal

Bosquejo del doctor Robert Knox

Cabezas de yeso a imagen de la pareja asesina

Lista de otros artículos

Introducción general / Historias de asesinos: Una temática muy lamentablemente recurrente y actual

Artículo siguiente / 2 / Jack el Destripador: El monstruo de Londres

Historias de asesinos: Una temática muy lamentablemente recurrente y actual


Asesinos en serie: Un terrible flagelo, una realidad que espanta

    Que una persona mate a otra es un acto siempre reprobable, pero más horrible aún es que existan asesinos en serie, que tal vez maten por el simple gusto de matar.

    Como abogado y como escritor preferiría referirme a otras cuestiones, pero lamentablemente el fenómeno de la criminalidad en serie es una triste realidad, y en cuanto sociedad nada ganaríamos con ignorar esta temática, que aún hoy día dos por tres aparece en los titulares de los periódicos. Conviene conocer para así poder prevenir, y para que las posibles víctimas también se encuentren alertas y así poder defenderse y eventualmente zafar de tan penoso destino.


    Es por ello que en el presente blog "MISTERIOS DE NUESTRO MUNDO Y DEL UNIVERSO" ya hemos tratado anteriormente este asunto, y que a partir de ahora iniciaremos una serie en la que en cada artículo publicado trataremos el caso particular de un asesino en serie.

    Ya para cerrar esta breve introducción, permítaseme hacer referencia a algunas cuestiones generales.

    La palabra “asesino” deriva de “hashishin”-adictos al consumo del hachís y que mataban bajo la influencia de esa droga- y refiere a los miembros de una antigua secta musulmana que perpetraba homicidios por motivaciones religiosas, acatando órdenes de sus jefes y profetas.

    En particular, seguían fanáticamente a Hassan Ibn Sabbah, quien pasó a la historia como el “Viejo de la Montaña” -pues encaramado en la cima del macizo Elburz había fortificado su inexpugnable castillo de Alamut (“Nido de Águila”)- y que fue un líder ismailita que arribó a ese sitio en el año 1090 al mando de unas menguadas huestes que cada vez se fueron volviendo más poderosas.

    Sin embargo, no es a aquellos míticos ejecutores a lo que quiero principalmente referirme, sino que mi intención es la de poner en la mira a personajes mucho más actuales, cuyo motivo para ultimar deviene menos claro pues, a diferencia de los acólitos del "Viejo de la Montaña", saben bien que no irán al paraíso gracias a sus actos fatales. Seguramente otra compulsión mucho más oscura y personal los guía.

    Aunque el fenómeno del crimen en serie no es reciente sino que goza de larga y triste data, sí podemos afirmar sin titubeos que esta realidad se acentuó en forma alarmante en nuestra sociedad actual.

    ¿Cómo define la criminología a un homicida serial o secuencial?

    De acuerdo a una clasificación básica puede sostenerse que un asesino serial es aquel que comete al menos tres acciones letales diferentes con intervalos fríos (cool-off). En cada una de éstas puede producir más de un homicidio. Habitualmente cada criminal de esta especie posee una conducta ritualizada que le es propia, y la cual mantiene sin modificaciones durante la secuencia de crímenes.

    Esto permite dividirlos en dos grandes categorías: asesinos en serie organizados y desorganizados.

    Igualmente, configura una particularidad inherente al comportamiento asumido por esta clase de matadores el hecho de que observan fielmente un patrón específico en su manera de finiquitar. Aún cuando pueden operarse algunas variantes en la concreta forma de eliminar a una u otra víctima, en lo esencial se advierte un común denominador delator de que el crimen fue llevado a cabo por la mano de un mismo atacante. La incapacidad para detenerse una vez emprendida su saga terminal, conforma una particularidad que los teóricos resaltan en la actitud del homicida secuencial. Ninguna consideración de orden moral frena al perpetrador una vez que se ha lanzado a la realización de su raid vesánico. Ni siquiera ponderaciones de sentido común, o la necesidad de obrar con cautela para evitar su inminente aprehensión, determinan que el delincuente se abstenga de asesinar.

    El asesino en serie sólo dejará de matar si lo capturan, si enferma, o si muere, o si un hecho externo ajeno a su voluntad –por ejemplo, ser apresado y encarcelado en el curso de la comisión de otro delito, o ser internado en una clínica- le priva de llevar a término sus violencias. Su compulsión no es debida a factores aleatorios, pues no depende tanto de la sociedad en que vive sino que estaría básicamente configurada por su carga genética, de acuerdo con la opinión predominante de los modernos especialistas en el fenómeno de la criminalidad seriada.

    Se ha sustentado que los finiquitadotes en cadena nunca se suicidan antes de ser aprehendidos, y que rara vez lo hacen en la cárcel. Aunque con ecos de la vieja escuela lombrosiana, expertos del prominente calibre de la Dra. Helen Morrison han enfatizado que el ultimador serial lo es ya en el vientre de su madre durante el embarazo, que lo es en estado de feto, y aún desde que el espermatozoide fecunda al óvulo y establece la composición de un nuevo ser. Los genes originarían un cerebro trastornado y enfermo con tendencia a generar un asesino en serie (referencia: Morrison, Helen y Goldberg, Harold, "Mi vida con los asesinos en serie", traducción de Gema Deza Guil, Editorial Océano, Barcelona, España, 2004, pág. 305).

    La lista de matadores secuenciales modernos es muy extensa y no se avizora que se vaya a detener en un futuro próximo. En la Edad Media esta incapacidad para comprender los crímenes en serie hizo que éstos se atribuyeran a hombres lobo o a vampiros. Antes de la era freudiana las causas sobrenaturales constituían la única explicación para los asesinatos extremadamente violentos que incluían desangramientos y otras monstruosidades semejantes. El pueblo creía que tales desmanes sólo se justificaban merced a la presencia de elementos demoníacos y a la intervención de entidades malignas.

    Pese a que ya en la antigua Roma hubo criminales en cadena, el paradigmático caso de Jack el Destripador en la Inglaterra victoriana de postrimerías del siglo XIX, suele tomarse como el primer ejemplo que gozó de fuerte resonancia mediática.

    En varios de los más espectaculares casos, la lúgubre trascendencia de los mismos se debió a la crueldad empleada por el agresor. En otras situaciones, en cambio, lo que primó consistió en la cantidad desproporcionada de muertes cobradas por aquél. En algunos matadores seriales prevalece la psicopatía, mientras que en otros la razón de sus delitos descansa en el impulso sexual. Hay asesinos en serie que buscan ejercer dominio sobre la víctima; pero también hay aquellos que sólo se interesan por el cadáver, y que matan procurando ocasionar el menor dolor o terror posible sobre sus presas humanas.


    La mayoría de los homicidas secuenciales actúan en solitario. Por ejemplo: Ted Bundy, Peter Sutcliffe, Henry Landrú, John Wayne Gacy, Jeffrey Dahmer, Andréi Chikatilo y muchos otros más. Pero igualmente existen oportunidades donde se trata de un grupo quien comete los crímenes seriales. Caso típico resultó el clan de hippies liderado por el lunático Charles Manson.


    En los siguientes artículos nos adentraremos en las historias de al menos veinticinco de estos feroces inadaptados. También efectuaremos inevitables referencias a sus víctimas, a cuyo recuerdo dedicamos con respeto el esfuerzo de la presentación de este material.

    A todos los lectores les pido mesura en sus conclusiones, deseándoles felices sueños, si es que pueden.


Próximo artículo

1 / Burke y Hare: Los traficantes de cadáveres

Lecturas recomendadas

A - El asesino de Whitechapel, 125 años de sangre y violencia : Los misterios de quien fuera conocido como "Jack el Destripador"

B - Jack el Destripador nos aporta historias y misterios, aunque también nos acerca muy interesantes documentos gráficos

miércoles, 19 de marzo de 2014

Emisión de facturas con un menor uso de papelería: La facturación electrónica es un ideal, pues da un mejor servicio a clientes, pero lo importante es que también es menos agresiva con el medio ambiente


Introducción


Consideraciones generales y particulares son dejadas a los propios cibervisitantes.


Texto original de mi mensaje con sugerencia enviado a UTE el día 18 de marzo de 2014 a las 3:44 p.m. ( a casilla de correo comercial@ute.com.uy )

La sugerencia que hago tiene que ver con la facturación, y mi objetivo es el de mejorar el servicio de UTE a los usuarios, y a la vez permitirle ahorrar dinero, que UTE podría utilizar en inversiones futuras, y/o para gastos extraordinarios, y/o para disminuir las tarifas a los usuarios.

ANTES QUE NADA, doy mis señas :

Juan Carlos ANSELMI ELISSALDE
C I 960856-4

Mi preocupación es por el gasto impresionante de papelería que UTE hace en la facturación, lo que eleva sus costes operativos, a la vez que indirectamente está afectando negativamente el cambio climático y el consumo de recursos naturales (madera para hacer pulpa de celulosa por ejemplo). Estamos en el siglo XXI, con un auge importante de los procesos digitales, pero en Uruguay las facturas y una cantidad de otras cosas no se hacen 100% en forma digital, pues hay pasos en el que obligatoriamente se debe pasar por el papel y por el papel-dinero anónimo bajo la forma de billetes del Banco Central.

Un sellito o intervención de caja en una factura impresa es mucho menos segura que un pago electrónico, a condición claro está de tener el software adecuado.

Pero por otra parte, el servicio que se da a los usuarios a través de facturas impresas no necesariamente es evaluado en forma positiva por los clientes. Claro, quien no tenga INTERNET en la casa, o quien siempre quiera o necesite pagar con dinero efectivo, preferirá el sistema actual, pero en lo que a mi respecta, preferiría que las cosas se manejaran de otra forma.

Claro, en el 0800 1930 ya me han advertido que puedo pedir un duplicado de factura electrónico para tener el detalle, o para imprimirlo en casa y así poder pagar la factura en algún centro de pagos. Pero eso requiere que todos los meses pida ese duplicado electrónico de factura por mi propia iniciativa, en lugar que me llegue automáticamente a mi casilla de correo.

Por cierto, el débito automático de las facturas en una cuenta bancaria es un avance y una comodidad, pero eso tengo entendido no elimina la impresión de las facturas pues claro, los clientes en muchos casos quieren mirar las mismas para verificar alguna anomalía en la propia factura o tal vez en la instalación (observando por ejemplo un consumo exageradamente elevado en varios meses consecutivos).

¿Pero qué quiere UTE que haga con las facturas impresas? Yo las tiro luego de un mes o dos, o se me extravían, y así pierdo mi historia de consumos, que en ciertos casos me podrían servir por ejemplo para evaluar si tengo o no algún electrodoméstico que me esté consumiendo más de la cuenta.

En otros países ya se habla de un uso cada vez menor del papel, de las ciudades inteligentes, de las empresas inteligentes, pero aquí en Uruguay aparentemente hacemos oídos sordos a este tipo de cosas.

Consulten por ejemplo estos artículos en Wikipedia.

https://es.wikipedia.org/wiki/Ciudad_inteligente

https://es.wikipedia.org/wiki/Ciudad_con_inteligencia

https://es.wikipedia.org/wiki/Entorno_inteligente

https://es.wikipedia.org/wiki/Computaci%C3%B3n_urbana

En particular, lean estos artículos con detenimiento :

https://es.wikipedia.org/wiki/Mejoramiento_de_la_calidad

https://es.wikipedia.org/wiki/Gesti%C3%B3n_de_la_calidad

https://es.wikipedia.org/wiki/Normas_ISO_9000 (Nornas ISO 9000 sobre gestión de la calidad)

http://www.iso.org/iso/home/standards/management-standards/iso14000.htm (Normas ISO 14000 sobre calidad de gestión del medio ambiente)

En otros países y otras instituciones se escucha a los ciudadanos y a los clientes, y el hecho que ustedes tengan una casilla de correo para plantear sugerencias, es algo positivo.

comercial@ute.com.uy

Pero demuestren que esta sugerencia no va a terminar con un simple acuse de recibo y un agradecimiento, para luego tirarlo al cesto de papeles.

En otros países por ejemplo, se organizan conferencias de ciudadanos. MIREN :

https://es.wikipedia.org/wiki/Conferencia_de_ciudadanos

¿Es que la administración y los directivos de UTE piensan tomarse en serio de que tienen que desarrollar una empresa para el siglo XXI?

Que tengan buen día.

Juan Carlos ANSELMI ELISSALDE
Cliente de UTE

Respuesta recibida de Teresa Bonilla (Gerencia Comercial de UTE en Montevideo) el día 18 de marzo de 2014 a las 9:31 p.m.

Estimado Sr. Juan Carlos ANSELMI ELISSALDE:

                Agradecemos su comunicación, le informamos que se están estudiando alternativas para la emisión de facturas. En el momento esta propuesta se está estudiando.

                En caso de adoptarla se estará difundiendo a todos nuestros clientes.

Le saluda atentamente.

Teresa Bonilla.-
Gerencia Comercial Montevideo