El asesino de Whitechapel, un criminal sin rostro
En las postrimerías del siglo XIX Londres, capital de Inglaterra, se erigía como la metrópoli del mayor imperio mundial de esa época. La zona más paupérrima de la gran urbe la conformaban los barrios bajos del sector este londinense, el llamado “East End”. Este último era considerado un ámbito marginal en abierta oposición al “West End” donde se congregaba la clase alta inglesa. Dentro del territorio del East End se ubica el distrito de Whitechapel (capilla blanca) con sus barrios pobres y conflictivos.
Dicho sector de la ciudad configuró el terreno que sirvió de coto de caza durante un muy restringido período, desde agosto hasta noviembre, durante el otoño europeo del año 1888, a un asesino serial que mató y mutiló con insólito ensañamiento al menos a cinco mujeres.
El impacto que tal matanza ejerció sobre la sociedad victoriana fue tremendo, al extremo de que hizo volver la atención de las clases privilegiadas y del resto de la población a la problemática de la marginalidad y la miseria entonces imperante en los suburbios de Gran Bretaña.
No existe certeza si el psicópata perpetró más crímenes que los cinco que tradicionalmente se le adjudican, y tampoco se sabe si ejecutó algún homicidio fuera de los márgenes de Whitechapel y sus barrios aledaños, puesto que no hay registros firmes sobre asesinatos llevados a cabo con igual modus operandi por aquel tiempo en otros rincones de la gran isla británica.
Por tal razón los especialistas en el asunto –los denominados “ripperologos”- mantienen cierto consenso al estimar que las mujeres eliminadas a manos del maníaco resultaron cinco. Aquí se sigue la opinión pronunciada por el Inspector de Scotland Yard, contemporáneo a los sucesos, Sir. Melville Macnaghten, quien con enfática redundancia declaró que el Destripador había cobrado “cinco víctimas, y nada más que cinco”.
No obstante, aunque se evade del modelo delictual que en los posteriores homicidios se diseñaría, otro de sus asesinatos podría haber sido el consumado contra la meretriz de treinta y nueve años Martha Turner, también conocida como Martha Tabran o Tabram por su apellido de casada, la cual fue ultimada mediante treinta y nueve cortes inciso punzantes asestados entre la noche del 6 de noviembre de 1888 y la entrante madrugada del día 7.
No hubo destripamiento en dicha oportunidad, y las heridas inflingidas difieren de las que se infirieron en los casos venideros. En especial, estaba ausente el degollamiento que de izquierda a derecha del cuello se provocada a las asesinadas, preludio de la evisceración que era practicada sobre los cadáveres, y que se consideró como la “marca de fábrica” del matador.
Corrió el pertinaz rumor de que este crimen pudo haber sido ocasionado por uno o más integrantes de bandas de rufianes que amedrentaban a las meretrices reclamándoles dinero. De tales pandillas, la conocida indistintamente por los motes de “The Nichols Boys” o “The Old Nichols” era conceptuada la más peligrosa y violenta que operaba en aquel suburbio, por lo que fue objeto de indagatoria y estrecha vigilancia por parte de la policía.
De todos modos, aunque la muerte de la infortunada Martha pudiera haberse debido a la intervención de canallas como éstos, tampoco se descarta que el suyo constituyera el inicial crimen protagonizado por la figura anónima que más adelante se erigiera en el homicida serial destinado a adquirir mayor renombre en la historia.
La masacre se llevó a término en medio de un frenético acuchillamiento donde el criminal no le sustrajo órganos al cadáver ni –en apariencia- practicó sobre éste ninguna clase de ritual. A pesar de ello, hay autores que igualmente estiman con fundados argumentos que Martha Tabram habría representado la primera presa humana del psicópata al que luego se bautizara con el seudónimo de “Jack el Destripador”, pues se conjeturó que ese primigenio episodio hizo las veces de un ensayo para el asesino, y en todo ensayo a menudo se cometen errores, ya que:
“…ni la práctica ni las estrategias garantizan una actuación perfecta. Los errores ocurren, sobre todo en el estreno, y el que cometió Jack el Destripador en su primer asesinato fue propio de un aficionado…”
Consultar referencia: Patricia Cornwell, 'Retrato de un asesino, Jack el Destripador, Caso Cerrado', traducción de María Eugenia Ciocchini, Ediciones B grupo Z, Barcelona, España, pág. 40.
Otro homicidio del que cabe dejar constancia, y al cual en la época de acontecer estos crímenes se lo reputó como serio candidato a haber sido el inicial asesinato del mutilador, fue el concretado contra una veterana prostituta alcohólica de cuarenta y cinco años llamada Emma Elizabeth Smith.
Esta persona devino brutamente atacada en circunstancias confusas el 3 de abril de 1888 -presuntamente por una pandilla de malhechores como los citados “The Old Nichols” que explotaban a estas mujeres exigiéndoles dinero en pago de la “protección” que les daban, y su óbito se produjo en el Hospital de Londres de Whitechapel Road el día siguiente al de la agresión que sufriera, falleciendo como consecuencia de una peritonitis originada por gravísimas heridas que incluyeron la salvaje introducción de un palo, botella o instrumento similar en su vagina.
Pero, la primera víctima “oficial” e indiscutida de Jack el Destripador la constituyó Mary Ann Nichols, conocida en su ambiente con el apodo de “Polly”, cuyo deceso acaeció durante la noche del 31 de agosto de 1888. Su cadáver, encontrado en plena acera, exhibía un amplio tajo en la garganta acompañado de profundas heridas que habían atravesado su abdomen y su región genital, dejando al descubierto sus vísceras.
Polly Nichols era una prostituta alcohólica que había experimentado tiempos mejores, pero a su cuarenta y dos años iba rumbo a un destino declinante y malvivía pernoctando en míseras pensiones. La última de las que habitó se asentaba en pleno corazón de Whitechapel, en la calle Thrawl, a escasos metros de donde terminaría tan trágicamente su existencia; la noche en que perdiera la vida, en particular, había sido expulsada por su casero por no contar con los cuatro peniques necesarios para abonar el precio que por día costaba una cama.
Esa víspera le comentó a una compañera de oficio que había obtenido tres veces el importe preciso para pagarse la estadía, pero que había preferido gastárselo en comprar ginebra. Sin embargo, estaba dispuesta a hacer un último intento y estaba segura de tener éxito, por lo que se arregló sus modestas vestimentas lo mejor que pudo, y jactándose de lo bien que le quedaba el sombrero nuevo que esa noche estrenaba aseguró que pronto conseguiría el dinero con el cual alquilar la habitación.
Le pidió al encargado de la pensión que le reservara una cama porque en breve regresaría con la suma debida para pagarla, y salió de allí con paso inseguro a causa de la ingesta del alcohol que saturaba su organismo a esa altura de la noche. No podía imaginar, por cierto, que le estaba deparada una muerte atroz a poco de caminar unas escasas cuadras.
El mutilado cadáver de Polly fue descubierto cerca de las 3.45 de la madrugada del 31 de agosto de 1888 por el agente John Neil mientras cumplía su patrullaje de rutina por la zona de Bucks Row. En este caso, llamó la atención la escasa cantidad de sangre percibida a su alrededor y lo seco que estaban su cuerpo y sus ropas, pese a la lluvia que había caído en la noche del crimen. Pero se trató de simples conjeturas y rumores que ni siquiera fueron relacionados en la ulterior instrucción sumarial que al efecto se levantara.
La instrucción judicial culminaría con una declaración del jurado convocado a tales fines, en la cual se dejó constancia de que la occisa había perdido la vida a manos de persona o personas desconocidas. Esta misma conclusión se repetiría como una letanía en los próximos sumarios que las venideras muertes irían a provocar.
El segundo homicidio incuestionable de esta vesánica saga tuvo efecto el sábado 8 de setiembre de 1888, en cuya madrugada el cadáver de Annie Chapman, de cuarenta y siete años, a quien sus allegados llamaban “Annie la Morena” fue hallado frente al patio trasero de una casa de inquilinato sita en el número 29 de la calle Hanbury, lugar frecuentemente utilizado por las meretrices para ejercer el comercio sexual.
Esta desdichada era de baja estatura y obesa, aunque en realidad no estaba bien nutrida y, además, sufría los estragos de una enfermedad pulmonar grave tan avanzada que el médico forense examinante dejaría constancia en su reporte que la difunta estaba destinada a fallecer en los próximos meses a consecuencia de ese mal por más que no hubiera entrado en escena su victimario. Había estado casada y tenía dos hijos. Abandonada por su marido a raíz de su afición a la bebida, hacia trabajos ocasionales para sobrevivir como vender flores y labores de ganchillo en ferias vecinales y, ocasionalmente, cuidaba ancianos. No obstante, la necesidad la forzaba a prostituirse y, al igual que sucedía con las otras víctimas, pernoctaba en albergues de la peor catadura.
La persona destinada a encontrar su cuerpo sin vida fue John Davis, un mozo de cuadra que vivía en la referida casa de inquilinato. Cuando salió de la pensión rumbo a su trabajo en el mercado de Spitalfields se llevaría la muy ingrata sorpresa de toparse con el desfigurado cadáver de la mujer yaciendo sobre el suelo del patio, a medio camino entre la casa y la valla.
El cuello de esta difunta aparecía seccionado de forma similar a la de la anterior victima, pero en este caso exhibía incisiones tan hondas y salvajes que daban a entender que el maniaco había tratado de decapitarla. Asimismo le habían practicado la extracción del útero y de porciones de la vejiga y la vagina.
El violento final de Annie la Morena, operado sólo una semana después de tener efecto el similar homicidio de Polly Nichols incrementó grandemente el temor y la zozobra entre los habitantes de los barrios bajos, quienes intuían que un mismo sujeto era el culpable de los desmanes, y que de seguro los volvería a repetir a menos que fuese aprehendido.
Luego de ocurridos estos trágicos sucesos, un grupo compuesto inicialmente por dieciséis comerciantes del East End se reunió para dar génesis al que dio en llamarse Comité de Vigilancia de Whitechapel, el cual tuvo por Presidente al empresario constructor Mr. George Alkin Lusk. A cargo de estos animosos ciudadanos se emprendieron patrullajes nocturnos por las callejuelas próximas a donde se habían concretado los crímenes, proporcionándose de tal suerte un inesperado apoyo civil a la labor de la policía.
A todo esto, el responsable de tanta conmoción todavía no era reconocido por la prensa bajo el mote o alias que con el correr del tiempo le reportaría su histórica notoriedad, sino que simplemente era designado bajo el más modesto rótulo de “Asesino de Whitechapel”.
Otro acontecimiento digno de destaque que se verificó luego del atentado contra Annie Chapman fue que la policía detuvo en calidad de sospechoso a un zapatero de procedencia hebrea llamado John Pizer, al cual el periodismo motejó “Delantal de Cuero” por la prenda que usaba para ejercer su oficio. Algún tiempo más adelante este hombre fue puesto en libertad por insuficiencia de pruebas en su contra, e incluso le ganó a un periódico local un juicio por difamación, obteniendo así una indemnización de modesto monto.
Los homicidios tercero y cuarto de la serie indiscutida tuvieron lugar ambos durante la madrugada del 30 de septiembre de aquel fatídico año, y estuvieron separados por un lapso temporal de menos de una hora. A los luctuosos hechos verificados aquella noche se los calificó con el nombre de “el doble acontecimiento”.
La mujer de origen sueco apodada “Long Liz”, de cuarenta y cinco años, cuyo apellido de soltera era Gustafsdotter, pero a la cual se la conocía por su nombre de casada –Elizabeth Stride- fue hallada muerta con el característico profundo corte infligido de izquierda a derecha de su cuello. Su cuerpo exánime yacía tendido en un oscuro pasaje próximo a la entrada de un local político situado en la calle Berner. Al momento de cometerse el letal ataque se celebraba en ese club una reunión que venía concluyendo, tal como era la costumbre, en medio de alegres canciones de corte socialista entonadas por los participantes.
Según toda la apariencia, esta vez el ejecutor no dispuso de tiempo suficiente para saciar su sed mutiladora, tal vez al resultar interrumpido por la presencia de un ocasional transeúnte.
Este crimen o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, habrían sido presenciados por testigos. Entre éstos corresponde destacar a Israel Schwartz, quien extrañamente no depuso en el sumario instruido tras el homicidio, sino que sus declaraciones sólo devinieron reproducidas por la prensa mediante publicaciones de los periódicos Star y Evening Post.
Este deponente habría observado desde el extremo opuesto de la calle a un hombre que abordaba a una mujer parada junto al portillo del patio. Aquel sujeto arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la metió en el callejón a empujones.
De acuerdo recordaba el declarante: “la mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte”. El agresor cifraba alrededor de treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más interesante de esta declaración consiste en que Schwartz aseguró que casi al mismo tiempo un segundo individuo salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último hombre aparentaba tener unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con elegancia, a diferencia del sujeto que atacó a Elizabeth Stride.
El agresor se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extrajera, y para alejarlo le espetó en son de amenaza: “¡Lipski!”. Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el pasado año había asesinado a una anciana en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron prudentemente de allí, y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de “Long Liz”, cuyo degollado cadáver sería descubierto minutos después por el conductor de un pony.
Se considera que el testimonio antes referido fue el más certero de todos aquellos que describieron la fisonomía del asesino. Abona tal opinión una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida al citado deponente por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase “Te creíste muy listo cuando informaste a la policía”, le advirtió que se equivocaba si pensaba que no lo había visto, y concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa o si ayudaba a la policía de cualquier manera.
¿Y qué había sido el criminal entre tanto?
Sabemos que interrumpido en su sanguinaria faena salió prestamente en busca de una nueva víctima con la cual saciar su frenesí mutilador, sin reparar en los crecientes riesgos de ser atrapado.
Tras ejecutar su primer ataque de aquella noche el psicópata se encontraría con Catherine Eddowes de cuarenta y tres años, eliminándola con más saña aún que la empleada en situaciones anteriores. También aquí el inicial acto homicida consistió en el clásico corte profundo inferido de izquierda a derecha en la garganta de la occisa, pero luego de degollarla perpetró una verdadera carnicería que, aparte del acostumbrado destripamiento, incluyó barbáricas amputaciones faciales.
A escasas cuadras del escenario fatal se localizó tirado encima de la vereda un trozo de delantal empapado en sangre perteneciente presuntamente a esta finada, y que el matador habría usado para limpiarse las manos.
En la pared que daba frente a donde se había arrojado la prenda se podía leer una inscripción trazada con tiza blanca cuyo texto contenía una extraña alusión a que los judíos serán los hombres a los que no se culpará por nada. La interpretación a otorgarse a ese graffiti victoriano determinaría interminables discusiones que aún al presente subsisten, y que dieron origen a las hipótesis más variopintas.
Muy llamativa resultó igualmente la circunstancia de que el criminal, tras atacar a Elizabeth Stride, haya salido de la jurisdicción de la Policía Metropolitana para internarse dentro del ámbito de competencia reservado a la llamada “Policía de la City” londinense. Cabe preguntarse si tal actitud fue deliberada para generar confusión en las fuerzas del orden.
Una vez apagados los ecos del doble crimen se produjeron dos situaciones peculiares. En primer lugar, la prensa arreció concediendo gran difusión al tema de los asesinatos, el cual paso a ser tapa de portada en la mayoría de los casi doscientos periódicos que entonces se publicaban en el país. El pánico de los habitantes del distrito, aunado al sensacionalismo creciente que tomaba el caso, comenzaría lentamente a forjar una historia con ribetes legendarios.
Por si algo le había faltado a la trama, ahora había adquirido estado público el apodo del hasta entonces anónimo matador. Y es que el pegadizo mote de Jack el Destripador fue determinante para asentar la fama de la cual gozaron estos crímenes. En nuestra época a esto lo llamaríamos marketing. No cabe dudar que de no haber sido por el inspirado nombre con que este asesino se bautizó –o fue bautizado por otros- sus crímenes, pese a lo espantosos que fueron, hubiesen quedados relegados en el olvido, siendo opacados por la numerosa cantidad de víctimas acumuladas por homicidas seriales de tiempos más modernos.
En segundo orden, parecía estar operándose un intervalo. No se sumaban nuevos crímenes. El culpable parecía replegarse y descansar.
Ahora, cuando más inquietud se había generado en la población y el brumoso perfil del matador de prostitutas empezaba a cobrar forma en la imaginación colectiva; ahora, cuando el anodino asesino de Whitechapel había sido sustituido por el muy concreto Jack el Destripador, el criminal dejaba de golpear y se esfumaba.
Ningún homicidio con su sello se verificó durante el mes de octubre de 1888 en Whitechapel, y tampoco en el resto de Inglaterra. Hasta quedaba la sensación de que el psicópata estaba deliberadamente creando un clima de suspenso para fomentar en su público la mayor expectación posible. O tal vez se había vuelto más cauteloso a medida que percibía cómo se iba acentuando la posibilidad de ser atrapado.
El despliegue policial no tenía precedentes. Se requisaron las casas, tabernas y pensiones del distrito. Los miembros civiles del Comité de Vigilancia cooperaban patrullando día y noche por las calles más peligrosas. Los afiches con el texto y las letras de las cartas que presuntamente Jack había enviado a la prensa y a la policía se reproducían en las comisarías y en distintos lugares del Reino Unido.
Hasta se había llegado a recurrir al uso de perros de caza puestos a la orden de las autoridades para perseguir al homicida tras olfatear la sangre de una nueva víctima. El 11 de octubre de 1888 el mayor jerarca policial de Inglaterra, Sir. Charles Warren, intervino en un simulacro realizado en plena vía pública con los dos mejores sabuesos del país “Barnaby” y “Burgho”, donde se puso a prueba la capacidad de estos animales para perseguir pistas a través de la ciudad. Sin embargo, los canes perdieron el rastro del señuelo y el resultado del experimento fue más bien decepcionante.
De cualquier forma, y aunque dando palos de ciego, se volvía evidente que la cacería se hallaba en su pleno apogeo.
¿Presintiendo su aprehensión, se habría acobardado Jack el Destripador? ¿Cambiaria al menos de escenario, buscando uno menos riesgoso donde proseguir con sus ataques?
Pronto la población saldría de dudas.
Así fue que en los primeros días de noviembre de aquel año toda Gran Bretaña se vería estremecida al enterarse que había tenido efecto uno de los asesinatos más horrorosos e indignantes de sus registros criminales.
La orgía de sangre desatada por el psicópata llegaría a su paroxismo con el crimen de la más joven y atractiva de sus víctimas, Mary Jane Kelly, de veinticinco años, a la cual literalmente descuartizaría dentro del interior de una miserable chabola sita en el número 13 Miller´s Court durante la madrugada del 9 de noviembre del trágico otoño de 1888.
Mary estaba atrasada en el pago del cuchitril que arrendaba, y en el cual había convivido hasta apenas unos días atrás con un cortador de pescado del mercado de Bishopsgate y peón ocasional de nombre Joseph Barnett, pero el hombre se retiró de la vivienda porque, a estar a la versión que luego suministró a la policía, su novia había llevado a vivir con ella a una prostituta.
En realidad no se supo si María Harvey -que así se llamaba esta mujer- era una meretriz o se ganaba la vida trabajando como lavandera. Y tampoco quedó nunca aclarado si ésta mantenía con Jeannette Kelly una relación lésbica, como se ha sugerido. Antes de hacer abandono del lecho de su concubina Barnett había protagonizado con ella varias peleas, y en una de esas refriegas se arrojaron toda clase de objetos, rompiendo el vidrio de la ventana contigua a la entrada.
De acuerdo con la versión proporcionada por aquel ex concubino, habían perdido la llave de la única puerta de ingreso y adoptaron la costumbre de abrirla desde adentro, introduciendo la mano por la hendidura del vidrio quebrado. La desaparecida llave del triste hogar de esta atractiva víctima representó un gran misterio, puesto que al suceder el crimen, la habitación se hallaba cerrada por dentro y fue preciso derribarla para dar ingreso a los policías y médicos forenses.
El mutilado cadáver tuvo por descubridor a Thomas Bowyer, conocido como “Indian Harris”, por tratarse de un militar retirado del ejercito inglés de India, quien mejoraba los ingresos de su magra jubilación trabajando como empleado de comercio al servicio del dueño de las miserables habitaciones ocupadas en su mayoría por mujeres de la vida como la difunta Kelly.
Alrededor de las 10.45 de la mañana del domingo 9 de noviembre de 1888 el dependiente se apersonó al número 13 de Miller´s Court para tratar de cobrar la renta adeudada. Afuera podía oírse el jolgorio de un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, título que recibe el Alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. El cobrador golpeó la puerta con sus nudillos. Como sus llamadas no obtuvieron respuesta, descorrió la cortina que cubría la ventana y escudriñó a través del hueco del vidrio roto para comprobar si la inquilina estaba adentro y fingía no oírlo.
El macabro hallazgo que Mr. Bowyer tuvo la desgracia de hacer resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial.
Sobre la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Solo llevaba puesto un menguado camisón que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su cuerpo. Su estómago lucía abierto en canal y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y sobre la mesa de luz.
El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quien fue corriendo al comercio donde se encontraba el arrendador de la víctima, su patrono John Mc Carthy, y le comunicó la terrible novedad. Ambos regresaron a la pensión y, atisbando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño mandó a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial mientras él se quedaba montando guardia. Al rato arribaron los Inspectores Beck y Abberline y el Superintendente Arnold. También se llamó al médico forense Phillips.
Ninguno de los policías se decidía a impartir la orden de forzar la entrada para acceder a la escena del crimen, pues se aguardaban instrucciones de Sir. Charles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que se supo la sorprendente novedad de que el Jefe Supremo había presentado su dimisión aquella misma mañana.
A las 13:30 el Superintendente Arnold asumió finalmente la responsabilidad de mandar quitar la ventana para desde allí tomar fotografías al interior del cuarto. Luego de efectuada esta tarea, se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso, lo cual éste hizo valiéndose de una piqueta.
¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!, exclamó Mr. John Mc Carthy, al deponer en el sumario subsiguiente, dejando constancia de la terrible impresión que le produjo el monstruoso hallazgo que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.
Galería de imágenes
Clásica imagen cinematográfica de Jack the Ripper
Mary Ann Nichols:
Primera víctima de indiscutible autoría de Jack el Destripador
Mary Jane Kelly:
última “víctima canónica”
sobre cuyo cadáver el asesino actuó con mayor saña
Víctimas “canónicas”: Liz Stride, Annie Chapman, Poly Nichols, Kate Eddowes
Víctima eventual: abajo en el último recuadro, fotografía mortuoria de Frances Cole
Alegoría representando el horror generado
por las mutilaciones inflingidas en Whitechapel
Israel Schwartz:
quien brindó la más fiel descripción del criminal
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